León Ferrari no se murió. Es decir, sí, se murió. Pero esa muerte no fue sólo una muerte. En realidad fue un elemento, un material o una herramienta de un happening, de una instalación, de una obra de arte. La última de este artista descomunal que supo combinar como nadie lo más radical del discurso político con lo más radical del soporte estético. No puede ser casual que se haya muerto el mismo día en que el papa Francisco armaba su carnaval carioca, intentando convencer a los brasileños de las bondades de la Iglesia Católica.
El papa campechano llegó a Brasil para intentar poner un poco de orden, para intentar frenar la avanzada de los pastores evangélicos que en el país vecino deciden la suerte electoral de Lula o de Dilma. Justo en el momento en que el Papa juntaba un millón de personas, León decide morirse. Tenía 92 años, estaba viejito, pero no puede ser el azar. Y mucho menos la voluntad de Dios.
Es curioso lo que ocurrió en los últimos años en el país de León y de Francisco. Porque fue Francisco (entonces Jorge Bergoglio) quien le dio a León la consagración definitiva. Bergoglio condenó fuertemente la retrospectiva de León Ferrari en el Centro Cultural Recoleta, en 2004. Y hasta llamó a una movilización que terminó con un energúmeno rompiendo una obra. La respuesta de León fue genial: inició una demanda que ganó, el agresor debió pagar y esa plata la donó a la Comunidad Homosexual Argentina. O sea, hizo obra, y no de caridad, de arte. Desde aquella condena, León se transformó en el artista argentino más cotizado. Luego ganaría el premio mayor en la Bienal de Venecia. O sea, la consagración total. León, que no había vendido obras hasta los 55 años; que vivía como ingeniero químico para no contaminar su arte con dinero; que se tuvo que exiliar durante la dictadura, se hizo millonario a los 85 años y empezó a vender como pan caliente las obras que antes regalaba o enviaba por correo electrónico. No tengo pruebas, pero insisto: para mí la muerte de León fue su última obra de arte. Se murió cuando Francisco se pareció menos a Francisco y más al Papa. O sea cuando nos recordó cuál es su investidura y qué representa su jerarquía. El papa es el papa. Y ya que existe, lógicamente, es mejor Francisco que Benedicto. Cuando habla sobre la pobreza o la pedofilia, el Papa se pone más Francisco que nunca. Pero cuando habla sobre aborto, derechos de los homosexuales o despenalización del consumo de drogas, es más papista que el Papa. Y León Ferrari se murió en el momento exacto en que Francisco habló como el Papa que es y que nunca dejará de ser, por más simpático y necesario que sea Francisco.
La grandeza, la genialidad de la obra de Ferrari radica en recordarnos permanentemente no sólo que Francisco es el Papa, sino que, además, debemos cuestionarnos todo. Y, fundamentalmente, toda estructura de poder.
Es una buena noticia saber que el papa Francisco sea un ejemplo posible de lo que puede generar este país. Pero es una grandísima noticia también saber que este país también puede generar un artista descomunal como León Ferrari, capaz de recordarnos todo el tiempo que lo Francisco no quita lo Papa.