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El pase a la final

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En la clínica, le digo: “Alzá la mano y gritá gol”, él me dice “¿Qué es?”, y yo le digo: “Estás gritando el gol de penal que hizo Maxi Rodríguez”, y él, que vio el partido, alza la mano y murmura “gol” o “hoy” o “voy”, y yo saco la foto con el celular y la mando a la familia con el asunto “El pase a la final”. Después me pregunta: “¿Y ahora nos rajamos de acá?”, mientras hace el gesto de rajar con la mano. La serie de injurias y agravamientos que proporciona la vida no le ha limado cierto estilo denso de humorismo, y lo regresó al gusto por formas verbales populares y antiguas: “Yo me voy a la quinta del Ñato”, dice.

Unos días antes de la operación, en los almuerzos familiares de los domingos, estaba medio despatarrado en el sillón del living comedor y yo fui al baño y cuando salí lo vi tirado en el piso, los ojos cerrados y la boca abierta y el brazo colgando sobre el almohadón. Pegué un grito. En esos momentos, uno cree que si el agonizante puede contestar la situación no es tan grave. Grité y entonces él abrió los ojos y se rió y se levantó del piso sin ayuda. Después me enteré de que le había armado la misma broma a las dos señoras que se alternan en su atención. Me imagino el cuidado con el que se inclina para que no se le desprenda la bolsa, la manera en que extiende el brazo y estira los dedos para sostenerse bien, y luego acostarse y despegar los labios y cerrar los párpados y esperar riéndose por dentro a que los demás lo descubran y piensen que está muerto.

Esos ensayos como un modo de averiguar qué pensarán de él cuando él falte, la repetición como una forma de limar el dolor con el recuerdo del amague cómico, atenuarlo con el recurso de la nostalgia anticipada.

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Hace unos años, poco antes de que cumpliera los ochenta, estaba bien de salud, pero un poco solo, y mi hija y yo lo llevamos de turismo a una feria de editoriales independientes que se hacía en una librería de Palermo. Apenas entré, me di cuenta de que había cometido un error.

Demasiada gente apretada en un espacio pequeño, y alcohol y olor a marihuana. Estábamos nadando ahí, y de pronto entró un farsante con una capa de terciopelo que le colgaba del hombro y una corona de latón pintarrajeada y se le acercó y lo abrazó. Mi viejo, que ya estaba lento, trató de sacárselo de encima y entonces el otro se acomodó buscando darle un beso en el cuello. Mi viejo le agarró la mano y buscó doblársela y el pelotudo borracho amagó pegarle. Todo se deformaba un poco, como en los sueños, y yo lo aparté y una tilinga disfrazada de odalisca empezó a gritar: “Yo estoy con él, con él!”. “Con quién?”, le dije. “¡Con el rey!”, gritaba ella. El dueño de la librería me aconsejó sabiamente que nos fuéramos. A la salida, para disipar la tensión, bromeando, le dije a mi padre que lo felicitaba, que era un sex symbol añoso. “Me llegaba a chuponear y no sabés el mamporro que le pegaba”, me dijo.