“Abril es el mes más cruel” es quizás una de las frases más famosas de la poesía moderna, el comienzo de El entierro de los muertos en La tierra yerma de T. S. Eliot. Es curioso, o no tanto, pero es cruel porque las cosas –en la primavera boreal– vuelven a nacer: “Engendra/ lilas de la tierra muerta, mezcla/ recuerdo y deseo, despierta/ con lluvia primaveral inertes raíces”. La primavera es fuente de melancolía, de tristeza incluso. A la inversa: “El invierno nos mantuvo al calor, cubriendo/ la tierra con nieve olvidadiza, nutriendo/ un algo de vida con tubérculos secos”. El rock también se ocupó de abril, por ejemplo Prince en una balada con un estribillo tan profundo como éste: “Sometimes it snows in April/ Sometimes I feel so bad, so bad/ Sometimes I wish life was never ending/ and all good things, they say, never last” (A veces nieva en abril/ A veces me siento tan mal, tan mal/ A veces deseo que la vida fuera un nunca acabar/ Y todas las cosas buenas, dicen, nunca duran). En fin, qué sentido tiene comparar rock con poesía. En todo caso para mí –que no soy Prince, y ni siquiera Juanse, o al menos uno de los hijos de Spinetta– abril es el mes más cruel por las razones inversas a las del poema: justamente porque termina el calor, empieza el otoño, el sol cae temprano, hay que usar las zapatillas con medias. Avanzando con la confesión, debo agregar que practico unos hábitos tan convencionales que me da vergüenza declararlos: suelo leer y escribir de noche, fumo cigarrillos negros franceses, ocasionalmente tomo un vaso de whisky. Cierta vez, cuando vivía en un departamento en la Avenida de Mayo, un amigo que vivía tres pisos más arriba, inesperadamente, tocó timbre en mi puerta a la madrugada. Al verme en una situación como la que acabo de confesar, me espetó una frase aún más cruel que el mes de abril: “¡Estás hecho un estereotipo de vos mismo!”.
Eso me trae a la cabeza un tema menor –pero no por eso menos interesante– que toca al rock, pero también a la literatura y –por qué no– a todas las profesiones: la puesta en escena del yo en el espacio público, las formas de presentación de la personalidad, el estilo personal (o su contracara, la impostura). De eso se trata, el libro de ensayos de Juan Villoro editado recientemente por Anagrama, tiene pasajes deliciosos sobre estos temas. El primer ensayo relata su experiencia como profesor invitado en Yale. Villoro cuenta que, aprovechando cierto tiempo libre, decide concurrir al seminario sobre Shakespeare que en la misma universidad impartía Harlold Bloom. Y, como primer comentario, anota: “Bloom llegaba al salón media hora antes de que se iniciara la clase. Los alumnos inscriptos se sentaban en torno a una mesa de roble, de unos veinte asientos. Los oyentes nos sentábamos en un círculo externo, las espaldas apoyadas en la pared de madera. El profesor parecía dedicar el tiempo de espera a despeinarse. Su pelo blanco tenía el desorden de quien acaba de pasar por una tormenta de nieve”. La imagen del intelectual que se despeina a propósito me resulta absolutamente enternecedora (de igual modo que la descripción de Villoro me resulta una nota maestra en la tradición de la literatura sibilina). En Leer, Auden agrega algo en la misma dirección: “Nuestra apreciación de un escritor consagrado nunca se limita a lo puramente estético”. Es decir que conocemos sus fotografías, sus sentencias políticas, las editoriales en las que publica, etc., etc., y de allí nos hacemos una opinión general que influencia la lectura de sus textos. Pues, no podemos leer la obra de Bloom sin dejar de tener en cuenta su rostro que sufre porque el Dios judío lo abandonó, la gran literatura moderna murió, en el presente la trascendencia se evaporó, y encima el peine no lo peinó.