“Al principio de la catástrofe y cuando ha terminado, se hace siempre algo de retórica. En el primer caso aún no se ha perdido la costumbre; en el segundo, se ha recuperado. Es en el mismo momento de la desgracia cuando uno se acostumbra a la verdad”
Albert Camus (1913-1960)
La pacífica muerte del enorme Raúl Alfonsín le dejó al país poco espacio para dolores menores, así que la insólita goleada en contra de la Selección frente a Bolivia provocó más perplejidad que desgarro. Lo que antes era certeza hoy es duda cruel; lo que antes fue amable indiferencia, hoy es un ejemplo para los tiempos. Así somos, compatriotas. Rara vez resignamos el as que solemos esconder en la manga del saco para salvarnos si la mano viene torcida. Solo las emociones fuertes logran deslizarnos hacia la suave pendiente de la unanimidad. Una victoria cegadora, una derrota ominosa; la muerte.
De muertes, milagros y resurrecciones sabe mucho el infinito Maradona, víctima y victimario de la devoción popular o el desencanto. “El péndulo vital de Maradona es así: de la tragedia griega a la más brillante comedia de Hollywood, sin escalas”, advertía esta columna poco después de los cuatro goles a Venezuela. “Por fin liberados de la feroz tiranía románica, no habrá más freno para ellos. Y eso –es ley maradoniana–, será muy bueno... o muy malo. Lo sabremos pronto, más temprano que tarde”, agregaba después. Y lo supimos nomás, asfixiados –literalmente– por las excesivas alturas.
Esta vez su palabra divina no alcanzó para alimentar los secos pulmones de sus jugadores, que se arrastraron por la cancha sin alma, corazón ni fe. El primer sorprendido fue él, que llegó a La Paz sin red, Plan B o un parche por las dudas. “Dios no reza”, dice un provocativo graffiti que he visto en ciertas paredes de mi barrio. Dura lex.
El éxito poco y nada enseña sobre la entereza y el honor. La derrota, por el contrario, es un máster. No fue la copa dorada que Maradona levantó en México sino su conmovedor llanto por la final perdida contra Alemania lo que llevó a la escritora Alicia Dujovne Ortiz a escribir su fantástico libro Maradona soy yo. Como tampoco fue el Alfonsín arrasador de 1983 el que más me llegó al corazón. Ni siquiera el enjuiciador de los generales del Proceso, el audaz que le cambió el discurso a Reagan en Washington o aquel que trepó a un púlpito para refutar a un vicario castrense. Tampoco el indudable prócer de la última hora. No. El que más me emocionó fue el viejo militante que en 1997 aceptó ir de candidato a diputado aunque iba a terminar tercero, lejos, detrás de Graciela Fernández Meijide, del Frepaso y Chiche Duhalde, del PJ.
Lo vi entonces, semanas antes de la creación de la Alianza. Fue en plena campaña nacional y hablando para a 5 mil personas en Villa Luján, un estadio tucumano donde suele hacerse boxeo, agitando los brazos sobre una modesta tarima, lejos del brillo mediático y la pompa. Ni siquiera cerró el acto porque, aunque suene absurdo, ese lugar de privilegio fue reservado para el entonces presidente de la UCR, Rodolfo Terragno. A ése Alfonsín sí lo sentí inalcanzable en su dignidad. Inmenso.
Maradona, históricamente, se ha obligado a no concebir la derrota. Tan convencido fue a la Paz, que dejó afuera del banco a algunos soldados sin glamour que podían haber sido útiles en medio del caos: Samuel, Cata Díaz, Battaglia o Forlín. Messi fue inusualmente claro: “En La Paz no se puede jugar”, dijo. Se le notó. Signorini, el preparador físico del equipo, fue aún más dramático: “En cualquier momento puede morir alguien”. Nobleza obliga: Maradona, que hizo campaña junto a Evo Morales para que se siga jugando en la altura, al menos no puso excusas. Hizo bien. Se puede perder, claro; pero no recibir semejante goleada y hacer figura a tu arquero. Hay razones profundas y no necesariamente físicas, colegas, para que estos virtuosos de elite no hayan mostrado ni siquiera rebeldía frente a la adversidad.
A Maradona se lo ve solo como casi siempre, rodeado de tanta sombra amigable. Con el único y gris antecedente de su insólita dupla con Fren en Racing y Mandiyú, hoy lo secundan Lemme y Mancuso, dos entusiastas monaguillos en misa y no mucho más. Carlos Bilardo, siempre a mitad de camino entre la política, los medios, la AFA y el regreso a su viejo oficio de entrenador, está pero no está. ¿Imaginan a alguien como Ruggeri aportando lo suyo en estas semejantes circunstancias?. Mejor no. ¿Podrá alguien ayudarlo a crecer; a planificar, a poner y ponerse límites?. Ojalá. La altura no será el peor enemigo con el que se enfrentará en el largo y difícil camino a Sudáfrica.
“Alguna vez te iba a pasar”, dijo Bilardo y uno no comprende si la frase esconde la piedad del consuelo paternal o la ambigüedad de un dogma demasiado laxo en la mala. Si es verdad que lo único que importa es el resultado y nadie recuerda al segundo, esta frase es por lo menos extraña en su boca. Señores, si el implacable resultadista ha puesto su mente “en abierto”, albricias. Los segundos intentarán ser primeros y los que caigan podrán levantarse, pese a los 3.600 metros de altura o cualquier perversa inflación. Qué no ni no.
Porque lo importante no es ganar; ni siquiera competir, muchachos. Lo importante es el respeto de los otros a la hora del final. Y si no, miren el ejemplo de don Raúl, capo; que jugador.