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El peor final

Marcelo Gallardo River
El entrenador más ganador de la historia del Millonario fue homenajeado por el club | Twitter

Las artes visuales no son mi asunto, pero como es probable que en la escultura del Muñeco Gallardo no haya ni arte ni una cosa muy visual, sino más bien un símbolo –tan equívoco como el que más– creo que merece alguna reflexión gratuita de mi parte.

El para qué de la escultura es tema de ardua discusión: el fatigoso problema de traducir el movimiento en la quietud, y merecerlo. Antes de Auguste Rodin, la escultura era simplemente estatuaria, institucional. Las de los griegos no tenían una función artística sino práctica: la evocación del ídolo en forma de piedra, ya que si no era en mármol (o en rimas) los dioses no se manifestarían de ninguna otra manera. Tampoco los héroes. 

Así, Occidente heredó la costumbre de perpetuar a sus figuras no divinas en materiales sólidos y quietos. Las estatuas son cosas para ser vistas de frente; son una falsa, estéril, tridimensión. El dorso suele estar adornado con telas plegadas, muy fáciles de tallar, o vestidos fastuosos pero lisos. No fue hasta que Rodin inventó la subjetividad que la escultura se escindió de su función estatuaria para encontrar una virtualidad propia; la del espacio percibido en movimiento. Las esculturas de Rodin muestran (y provocan) emociones diferentes dependiendo de dónde se las mire.

En ese sentido, el Marcelo Gallardo de Mercedes Savall es una estatua y no una escultura. Es puro frente. Además de que –merced a un sincretismo inexplicable– el rostro es el de Fernando Burlando y que la disposición de los dedos de la mano que sostiene la copa hace que el pulgar sea un misterio, la cuestión principal es la entrepierna, pensada intencionalmente para ostentar un bulto redondeado y formidable, ya que en el fútbol se trata, entre otras cosas, de poner mucho huevo. 

Cuando Cecilia Giménez retocó el rostro de Cristo ardió el infierno; no habría pasado nada con un retoque de una naturaleza muerta o un vestidito. De igual manera, al forjarse el bulto de Gallardo, diose el escándalo. Si el objetivo era que el bronce durara más que el humano, solo queda pensar cuán abyecto sea entrar en la posteridad con el bulto tan en primer plano.

Merced a las críticas (o el buen gusto) la escultora accedió a que se le lime la entrepierna. Alguien tendrá por trabajo tarea tan poco hercúlea. El peor final para un momento entrañable; un acto de maquillaje de un error, uno que dice mucho más de nuestros tiempos que lo que querrán saber las generaciones de argentinos dentro de mil años, cuando no queden ni textos, ni críticas, ni discos duros y el bronce persista solo, inexplicable.