Estábamos empezando primer año. Sol, mi mejor amiga de ese momento, era una cómplice única para lo que ahora podría definir como un período en el que tuvieron lugar los últimos estertores de infancia, las últimas travesuras legitimadas por la minoría de edad. Yo vivía en una casa llena de cuartos semivacíos que mi madre destinaba a fines varios de acuerdo a las necesidades del momento. El mismo espacio podía ser gimnasio durante un año y oficina al siguiente. Mi cuarto no era fijo, más bien pululaba de uno a otro como una nómade a escala híper reducida. Solo uno de todos esos ambientes, siempre sujetos a la volatilidad de sus habitantes, permanecía inmutable: el de arriba. Separado del resto de la casa por una escalera y un patio, se trasformó en base de operaciones para una mentira que Sol y yo dedicamos a una amiga común.
El montaje consistió en transformar el cuarto de arriba en el cuarto de mi hermana mayor, una chica hermosa de 21 años que para ese momento estaba estudiando en París y que nunca existió porque soy hija única. Sirviéndonos de ropa hurtada de los vestidores de nuestras madres, libros y CDs que suponíamos representativos de la gente de más de 20 y otros objetos rescatados de casas de parientes a fin de darle cuerpo y densidad a la patraña, mi hermana imaginaria tuvo un lindo lugar donde dormir durante algunas semanas. Al verlo, la destinataria de nuestra laboriosa puesta en escena no mostró mayor interés, pero Sol y yo ya no lo necesitábamos. El placer había estado en los preparativos, en la certeza de gestar una realidad alternativa a la medida de nuestro capricho.
Cuando algunos referentes políticos muestran sus picos más altos de enajenación hablando de una Argentina tan irreal que parece montada para el engaño, me tienta pensar que, como Sol y yo, disfrutaron, al menos, de la cocina del relato, más allá de la abulia –o el repudio– que puedan encontrar en muchos de sus destinatarios.