La relación entre el poema y un libro de poemas incluye siempre una cierta tensión. Un novelista sabe que lo que escribe va a desembocar necesariamente en un libro. ¿Cómo sabe un poeta dónde terminar el suyo? En general escribe un poema, luego otro, luego una serie, ¿cómo percibe que ya se ha formado un libro? A veces leemos libros de poesía en los que es evidente que están hechos de una suma de poemas sin demasiada conexión interna (eso no debería generar ningún juicio previo: he leído grandes libros y pésimos libros con ese formato). También hay libros en los que un poema marca la impronta del conjunto. La obsesión del espacio, de Ricardo Zelarayán no sería lo que es sin La gran salina, no sólo el más importante poema de libro, sino uno de los poemas clave de la literatura argentina de las últimas decadas. Lo mismo ocurre con Cadáveres de Perlongher, incluido en su libro Alambres sólo que en su caso el poema funciona ante todo como un hit, un éxito, que a veces nos hace olvidar que lo mejor que escribió son los poemas de Austria-Hungría publicado algunos años antes (no obstante, Cadáveres es un gran poema). A veces hay libros que incluyen un solo poema –obviamente largo– y que funciona a la perfección como libro, lo que produce un efecto de lectura cercano al de la narrativa (¿cómo lo leemos? ¿Todo de un tirón? ¿En varias sentadas?). La ruptura de Ezequiel Alemián es uno de los mejores libros de un poema publicados en los últimos años, al que se le suma Cierta dureza en la sintaxis de Jorge Aulicino, recientemente publicado.
Pero también, en el otro extremo, hay libros compuestos por muchos poemas, pero pensados como libro. Ocasionalmente, algunos poemas sueltos pudieron haber sido publicados antes en revistas o en plaquetas, pero cuando leemos el libro completo, no nos queda dudas de que el autor pensó su libro como eso: estratégicamente como un libro, y no como una compilación de poemas. En la poesía argentina reciente, recuerdo tres grandes ejemplos de este formato: Poesía civil, de Sergio Raimondi; Con gusano, de Eduardo Ainbinder, y Del libro, de Fernando Molle, que acaba de aparecer.
Instalado en el sutil cruce entre un anacronismo irónico y un virtuosismo escéptico, un poco a lo Carlos Germán Belli, la de Molle es una de las apuestas más interesantes que haya dado la poesía argentina de los últimos tiempos. Y, sin embargo, Molle tenía todo para fracasar. Empezando por el tema elegido (en caso de que esa palabra tenga algún sentido en poesía, o incluso en narrativa): una reflexión sobre el estatuto del libro. Por supuesto que algunos poetas han escrito mucho y bueno sobre la figura del libro, empezando por Edmond Jabès, que dedicó su obra por completo al tema, pensado desde una perspectiva judía que toma al libro como invocación a lo sublime, a la huella, y al imperativo de una interpretación sin fin. Sin embargo, por lo general, tanto poetas como ensayistas apelan al libro en su dimensión humanista, como metáfora de las grandes valores civilizatorios, que habitualmente termina generando un efecto kitsch.
Nada de eso ocurre en Del libro. Molle evita esa tentación y propone un trabajo específico sobre la relación tensa, brutal, entre poema y libro, entre literatura y vida, entre la materialidad de la lectura y la falsa ilusión de la escritura. Y de hecho, casi de entrada Molle corroe la ilusión humanista y el carácter culto del tema elegido: “El libro nunca es bueno porque diga/(martillo con su clavo no dialoga)”. Y luego avanza con la pregunta clave: “¿Patrón que vida mide en libro aguarda?/¿La vida en él verdad leída entiende?/¿O el libro sólo es cierto para el libro?”. Para terminar con una definición casi programática “De cómo debe estar escrito”: “De clásico legado, en piedra eterna,/su filo preservar, el libro debe;/abrir los intersticios de la lengua/corrida más acá de la vanguardia, /y vomitar, ser grito o pegar vuelta/a lírica, a belleza ¿ya perdida?”.