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El pop como utopía irónica

La influencia de Andy Warhol parece no terminar jamás. Artista que toca el nudo sensible de la relación entre repetición y publicidad, su obra reaparece en nuestra vida cotidiana en una serie infinita de objetos que no necesitan ya llevar su firma (ni ninguna firma). Como una fórmula que se aplica en cualquier situación y ante cualquier necesidad y que siempre da moderno.

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La influencia de Andy Warhol parece no terminar jamás. Artista que toca el nudo sensible de la relación entre repetición y publicidad, su obra reaparece en nuestra vida cotidiana en una serie infinita de objetos que no necesitan ya llevar su firma (ni ninguna firma). Como una fórmula que se aplica en cualquier situación y ante cualquier necesidad y que siempre da moderno, se ven embases de golosinas a lo Warhol, libros a lo Warhol, remeras con su estilo, hoteles decorados bajo su impronta, y hasta en la última campaña electoral a jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, el candidato Jorge Telerman nos deparó unas inmensas gigantografías de no menos de cinco metros por cinco metros, con su rostro en colores flúo reproducido cuatro veces en el afiche, también a lo Warhol.

Todo esto viene a cuenta de la eliminación de la silla eléctrica en los Estados Unidos. Lo resolvió la Corte de Nebraska, único estado donde se la seguía utilizando (aunque por supuesto no decidió abolir la pena de muerte, ahora llevada a cabo por medios más “humanos”). Inventada hace 120 años, en ella murieron, entre otros, Sacco y Vanzetti, anarquistas italianos acusados sin pruebas del asalto y asesinato del tesorero de una gran fábrica y su guardaespaldas. Y entremedio, la silla fue objeto de la mirada de Warhol. En 1963 comenzó a desarrollar lo que llamó “serie de las catástrofes”: sillas eléctricas repetidas una y otra vez, serigrafiadas en ocre, en rojo, en plateado; bombas atómicas, accidentes de autos, ambulancias chocadas con cuerpos destrozados saliendo por las ventanillas, rostros de fugitivos, de presos escapados. Este es un Warhol crítico, repulsivo, inadecuado. Aquí la fórmula de la repetición, la publicidad y la reproductibilidad técnica se aplica ya no a Marilyn o a flores o a vacas o a millonarios que pagan fortunas por tener su retrato, sino que apunta a desmontar el aspecto represivo y brutal de la vida moderna. O mejor dicho: lo que Warhol viene a señalar es el estado de equivalencias entre las cosas en el mundo mediático del capitalismo avanzado. No es que se vuelva crítico cuando pinta una silla eléctrica y light cuando reproduce a Mick Jagger, sino que en ambos casos nos informa de la situación de disponibilidad para el intercambio en que nos encontramos, de las profundas líneas de continuidad entre los accidentes, las vacas, los millonarios y la silla eléctrica.

Por supuesto que Warhol realiza esta operación con una mezcla de ironía, lucidez, frivolidad y cinismo como pocas veces antes en la historia del arte. Cada uno de esos Warhol es tan verdadero como el otro, pero ocurre que muchas veces se ve sólo el lado frívolo y se pierde de vista el aspecto crítico de su obra (quizás eso fue lo que pasó con la campaña de Telerman que, fascinado narcisísticamente con su rostro multiplicado en el espejo urbano, olvidó que por la ley de equivalencias de Warhol, una obra de arte termina pareciéndose a la tapa de un disco, una campaña electoral al envoltorio de un caramelo y una gestión de gobierno a la nada misma).

En Mi filosofía de A a B y de B a A, Warhol escribe: “Creo que todos los cuadros deberían tener el mismo tamaño y el mismo color para que fueran intercambiables y nadie pudiera pensar que tiene un cuadro mejor o un cuadro peor”. Esa versión del pop como utopía socialista irónica incluye también una enseñanza que el pop reciente parece haber dejado de lado, en especial en la Argentina. Como es sabido, en la última década hubo algo así como un renacimiento del pop en la plástica, la música e incluso (y sobre todo) en la literatura. Pero, en general, es un pop que sólo resalta la ingenuidad (como si fuera un valor interesante), su facilidad para insertarse en la industria del entretenimiento y su deseo de ser seducido por el marketing editorial. Como si hubiera olvidado la otra parte del pop según Warhol: su carácter revulsivo. El pop como irritación, al decir de la ensayista alemana Mercedes Bunz.