El populismo no alienta la espontaneidad política. No hay éxtasis de lo vital –en términos colectivos– si no es propiciado o cooptado desde y por el poder, hay pueblo organizado.
La manifestación populista es mecánica. Sobre todo las que parecen espontáneas. El 17 de octubre de 1945 fue un brillante operativo de inteligencia militar, según ha dicho y explicado el periodista Rogelio García Lupo.
De todos modos, el 17 de octubre fue fundacional.
Ese día, Juan Perón descubrió en los hechos algo esencial para el desarrollo posterior de su camino en el poder: podía comunicarse con las masas sin la intermediación de ningún aparato periodístico independiente del líder mismo.
El balcón, el líder y su pueblo se aunaron en una voz y en un eco de esa voz.
El peregrinaje popular, tal vez cuantitativamente menor al propagandizado por la historia, fue una travesía mística que dividió en dos el tiempo. Antes o después de Perón. Antes, existía una plebe encubierta. Después, un pueblo descubierto por Perón y por Eva Perón, voceros de aquel silencio multitudinario que se rompió ese día.
No importa si el 17 de octubre fue un mito, un operativo de inteligencia militar exitoso o una caminata en el desierto que tocó puerto en la tierra prometida.
Hubo múltiples factores que lo ungieron como frontera histórica y como fuente revitalizante de esa insondable pasión argentina. La de las antinomias: peronismo-antiperonismo; pueblo-antipueblo.
Tal vez sea factible aproximarse a su naturaleza observando el fenómeno del fútbol.
El fútbol, que es en Argentina un laboratorio social clave para analizar la conducta social colectiva, parece espontáneo, pero se estructura en base a la organización de las barras bravas, a la vez asociadas al poder político.
Es interesante observar el fenómeno discursivo de las hinchadas. El antagonismo es ilusorio. Los rivales cantan lo mismo, sólo cambian el nombre del equipo al que sostienen con su aliento. La cadena de significantes de los hinchas es idéntica más allá de las camisetas que afirman alentar, y se resumen en un significante primordial destinado al otro: “No existís”. (...)
La observación del comportamiento colectivo en los estadios es la de la uniformización de una masa bajo los colores del equipo al que se quiere. Y tras la uniformización, una sensación de poder masivo. Los espectadores fanatizados utilizan un lenguaje de jefatura masiva, se constituyen en jueces supremos que lapidan o glorifican, y esa sensación, tan antigua como el Circo romano, sigue siendo socialmente crucial y es una de las formas del populismo. El cántico estruendoso de miles, la antinomia frente al rival (aunque ambas hinchadas se conducen de modo idéntico reproduciendo un antagonismo entre espejos), es un himno que late, que tiembla, que es una hoguera, que es de pronto violento, que es una fiesta.
Porque el populismo es también una fiesta para celebrar la derrota.
La derrota de sociedades que no escapan a la corrupción, a la pauperización, a la indignación que sin embargo conjuran bajo el sistema populista y neopopulista uteromórfico, que calma a muchedumbres mientras gritan y se agitan vivando al líder o a la jefa o la dueña, apostrofando a un crack de fútbol, ungiendo a otros cracks en el Olimpo, constituyendo un pueblo y un antipueblo equivalentes.
La organización populista es una organización movimientista o militante. Movimientista, porque toma su inspiración de los movimientos sociales pero los incluye y encuadra dentro de los esquemas de la corporación política populista subordinada a su jefatura.
Los movimientos una vez filtrados por el populismo son unidades que ostentan identidad de pertenencia que refieren al líder y a los ultravalores, con un tipo de acción que sin ser exclusivamente de choque es, justamente, de movilización por y para la causa. El populismo alienta la militancia juvenil, La Cámpora en Argentina, que jamás es improvisada sino tutelada. O las juventudes chavistas, más rígidas aún que La Cámpora, uniformadas, cuasi militarizadas.
La organización populista encuadra las demandas individuales en una colectiva que puja supuestamente por todas las demandas.
Esas organizaciones se caracterizan por una pseudojerarquía horizontal para reforzar la connotación de opuesto a los verticalismos militaristas y para convocar el simulacro de pueblo en movimiento o “pueblo revolucionando”. Pero las jerarquías existen encubiertas. En los años 70, las guerrillas no se preocupaban en disimular el orden vertical militar que las vertebraba; al contrario, lo exacerbaban. Hoy, el neopopulismo simula una igualdad que se articula sin embargo en base a la obediencia final al líder, o al jefe, o a la jefa o la dueña.
La militancia es una suerte de pregón o evangelización. Con acciones presenciales y numéricas, son las denominadas “bases”, que acusan una labor reproductiva de la ideología con la réplica y la propagación de la imagen de la “cima”.
Tal es así la dialéctica entre unas y otra, una dialéctica guionada por un discurso fuera de lo real, apoyado en el goce del pueblo que nunca sucede en rigor sino a través de las fiestas orgánicas y organizadas desde la jefatura del poder político, la fiesta del Bicentenario en la Argentina, los actos acaudillados por Chávez en Venezuela, en los que el líder cantaba, literalmente, junto al pueblo, que coreaba lo que Chávez entonaba, pero era él la verdadera voz cantante.
La organización pretende absorber cualquier brote de lucha social, de éxtasis político y de energía democrática en el sentido de alternancia de partidos. La organización es disciplinaria y contractual, asistencialista y teatral.
La organización es la fábrica de materia prima para el espectáculo populista. (...)
El líder populista es una luz que deja en la sombra a las segundas líneas. No hay populismo sin unicato o, a lo sumo, diarquía: Néstor y Cristina Kirchner, por ejemplo.
*Escritor y periodista. Fragmento del libro Crítica de la razón populista, editorial Margen Izquierdo.