Supongo que debe haber infinidad de argumentos para explicar por qué en algunos rubros irlandeses, galeses y escoceses van por su lado y en otros se bancan ser la cola del león inglés y marchan bajo la Union Jack con el rótulo de Gran Bretaña. Es más, tampoco me animaría a dar un argumento definitivo por el cual la dividida y conflictiva Irlanda puede aunar fuerzas en algunos territorios siendo que en lo geopolítico las distancias son notorias y, alguna vez, hasta dramáticas.
Dentro de la historia olímpica, sin ir más lejos, hay decenas de medallas adjudicadas a la delegación británica cuyos artífices han nacido en Gales, en Escocia o en Irlanda. Y, si cabe la figura, me asombra que cada uno de esos países se banque sin reclamo que su identidad “autónoma” se vea reflejada en los historiales. Es decir: la mayoría de los consumidores del olimpismo no tenemos la menor idea de si Lynn Davies, ganador del salto en largo en Tokio 1964, nació en Gales (acabo de confirmarlo) o si es cierto que Wyndham Halswelle, ganador de los 400 metros llanos en Londres 1908, era un teniente veterano de la Guerra de los Boer, considerado escocés pese a haber nacido en Londres (también chequeado en la tarde de ayer).
Por el contrario, esos mismos países son muy claros a la hora de diferenciarse en otras disciplinas. La más emblemática es el fútbol, donde el territorio de las Islas Británicas se divide en cinco banderas a la hora de cualquier competencia. Por cierto que, en este caso, también existe un argumento relacionado con la estrategia y la política futbolera: alguna vez, en 1958, esta situación permitió que cuatro países (Inglaterra, Gales, Escocia e Irlanda del Norte) jugaran un Mundial que, de otro modo, hubiera incluido apenas un conjunto británico. Pero en el rugby el asunto es distinto, en tanto los países que constituyen formalmente el International Board son apenas ocho. Si los británicos fueran bajo una sola bandera, quedarían apenas cuatro y eso sería casi un desintegrador institucional.
Como sea, el rugby es motivo de orgullo suficiente como para que los británicos sólo se junten de tanto en tanto (los Lions) y hasta para que las fronteras irlandesas y los del Norte y el Eire puedan jugar en el mismo seleccionado. Muchas veces, ése es el principal argumento para dimensionar la jerarquía de los equipos de esas tierras. Como, de algún modo, sucede con los escoceses, que acaban de terminar su visita por nuestro país.
Para empezar, hay que refrescar lo dicho en ocasión de los cuartos de final del Mundial, cuando se les ganó ajustadamente: Los Pumas sufrieron para superar más la circunstancia que a un rival que es, en condiciones normales, inferior a nuestro seleccionado. El concepto sigue vigente.
Respecto de esta serie en sí, la historia se escribió con dos equipos que parecieron tener posibilidades y perspectivas diferentes. Escocia necesitaba ganarle a la Argentina ya no por aquella derrota en el Mundial, sino porque es una de las potencias que lo superan claramente en el ranking mundial a la cual, eventualmente, pueden ganarle. Y trajo casi lo mejor que tiene. Los Pumas pusieron en la cancha algunos nombres consagrados, alguno que está por abandonar la actividad internacional –como el entrañable y ya inolvidable Nacho Fernández Lobbe– y varios que empiezan a ganarse la vida dentro del mundo Puma.
En el rugby, por lo general, hay una sana reticencia a justificar un mal resultado o una mala actuación –Los Pumas padecieron ambas cosas en esta serie–, apoyándose en las ausencias. Es una maravillosa señal de respeto por el rival y, fundamentalmente, por quienes salen a jugar con la celeste y blanca. Sin embargo, es imposible evaluar lo sucedido sin hacer hincapié en lo que le faltó al seleccionado. Me animaría a decir que hubo, al menos, seis ausencias decisivas respecto del último Mundial. Y de ellas sólo la de Pichot es una a la que deberemos acostumbrarnos de inmediato. Pero el seleccionado nacional no sólo prescindió involuntariamente de dos primeras líneas titulares y del tres cuartos con mayor poder de desequilibrio a nivel internacional (Corleto), sino que no tuvo ni al octavo, ni al medio scrum ni al apertura titulares del Mundial. Sin ignorar que ese espacio solían ocuparlo nombres como los de Longo, Pichot y Hernández, debo confesar que estoy absolutamente convencido de que, aun siendo el rugby un deporte tan complejamente colectivo, esa, la del 8, el 9 y el 10, constituye la asociación más influyente de un equipo.
Aun hecha esta salvedad, y con la certeza de que Leguizamón, Vergallo y Todeschini tendrán muchas buenas noticias por regalar –tantas como la mayoría de quienes han ocupado las plazas dejadas libres por alguno de los héroes de París–, nadie puede ignorar que estos Pumas, ganando y perdiendo, pueden jugar mucho mejor de lo que lo han hecho en Rosario y en Vélez.
Ayer, más precisamente, tuvieron un retroceso sensible en tres aspectos que parecían definitivamente afianzados en el ADN de nuestro seleccionado: se falló demasiado en el primer tackle, se perdieron muchas pelotas en ataque y se cometieron demasiadas infracciones en sectores y circunstancias decisivas, incluso por inconductas. Ahí es donde uno imagina que más énfasis pondrá el Tati Phelan, que entiende y mucho de cada uno de estos rubros deficitarios. Mientras tanto, y más allá de los atenuantes ya expuestos, ayer Vélez nos despidió con una mueca de perplejidad que hacía tiempo no veíamos alrededor de Los Pumas.
Y con un doloroso y elocuente paso atrás.