El Gobierno ha elevado su propuesta para reemplazar a Eugenio Zaffaroni en la Corte Suprema. Se trata de Roberto Carlés. En pocos días se han vertido opiniones de todo tipo, incluyendo las de personas cuyas opiniones respeto, como Roberto Gargarella o Gustavo Arballo. Las cuestiones que se plantean son, entre otras, si su juventud es un punto a favor, en contra o neutro, si sus opiniones sobre el derecho penal son demasiado o muy poco garantistas, si es bueno que haya personas especializadas dentro de la Corte, si su currículum es suficiente, cuáles serán sus posiciones sobre el control de constitucionalidad, si es demasiado amigo del Gobierno o no, si es una buena persona o ha sido oportunista, si su nominación no es más que un globo de ensayo (sobre la cual no vale la pena siquiera ocuparse), etc., etc.
No tengo nada demasiado interesante para decir sobre todos esos temas, salvo el comentario, quizá menor, de que una persona que pone en su currículum todas las conferencias a las que ha asistido como espectador no impresiona, a primera vista, como alguien con suficientes antecedentes para uno de los puestos más relevantes del país. El comentario, con todo, es menor.
Sin embargo, sí tengo una objeción de más peso, que no he escuchado hasta ahora. Se trata de su particular relación de alumno respecto de Zaffaroni. Todos hemos sido alumnos, discípulos, o hemos trabajado un cierto tiempo bajo la dirección, ayuda o mentoría de alguien. Esto es natural y positivo. Pero las personas deben independizarse alguna vez. Uno lo hace respecto de sus padres y también de sus maestros. Hacerlo es un signo de madurez, en este caso, intelectual. Tener criterios propios y demostrarlo es parte del recorrido esperable de alguien que practica una disciplina como el Derecho (o cualquier otra).
Este proceso de paulatina autonomía puede ocurrir antes o después. Ello depende del propio discípulo y sus tiempos, pero también depende de que su maestro deje que sus pichones tomen vuelo propio y no quiera estar siempre por encima de ellos. Esta es una cualidad que, desgraciadamente, no es habitual y que nuestra tradición educativa y académica no favorece.
No puedo juzgar las dotes intelectuales de Carlés, a quien no conozco en absoluto. Sólo puedo juzgar su currículum y los datos duros que surgen de las crónicas de estos días. Mi impresión es la de alguien que se encuentra ¿todavía? bajo el ala de un maestro; de alguien que no ha tomado vuelo propio, que no ha desarrollado criterios, o que al menos no lo ha demostrado. En este sentido (quizá sólo en éste), su juventud sí le juega en contra, dado que no le ha dado tiempo para demostrar lo contrario. El ejemplo de sus dos (recientes) doctorados puede ser elocuente. Nadie elige una universidad italiana y una universidad de Guatemala para hacer sus estudios doctorales si no es por alguna razón muy particular. En este caso, la sospecha obvia que surge de su currículum es que, en ambos casos, ha podido tener la supervisión de Zaffaroni. Lo ha seguido en la Argentina y por el mundo. Todos sus logros relevantes (entre ellos, el más relevante, en la comisión que redactó el ante-proyecto del Código Penal) parecen deberse a Zaffaroni. Y, por último, la propia nominación para la Corte (reemplazando, justamente, a Zaffaroni) se debe, obviamente, la nueva mano que le tendió el maestro.
Insisto: no dudo de las cualidades intelectuales o morales de Carlés. Pero sí pretendo que un juez de la Corte Suprema sea alguien plantado sobre sus propios pies, que tenga criterios propios con los que yo pueda concordar o no, que haya demostrado que los posee a través de logros en los que su maestro no haya tenido nada que ver, que se haya expuesto a la intemperie sin el padrinazgo de nadie. Algunos discípulos nunca alcanzan la madurez de pensar por sí mismos. Otros sí. Yo le daría a Carlés el beneficio de la duda y esperaría unos diez años más para que lo demuestre. Entonces volvería hablar del asunto.
*Profesor de la Escuela de Derecho.