“Uno de los motivos por los que Alí inspiraba amor–y no tanto respeto por su poder–, era el hecho de que su personalidad sugería la idea de que no sería capaz de dañar a un hombre corriente”
Norman Mailer (1923-2007); de“El combate” (1974), su libro sobre la pelea Alí-Foreman, en Kinshasa.
Hace algunos años, la Argentina tenía gustos algo exóticos. El boxeador que más público llevaba al Luna Park, por ejemplo, era un mendocino retacón, medio pelado, con reflejos de felino, zurda magistral y una derecha para cachetear que no noqueaba porque pegaba como una tía buena y logró subvertir las reglas clásicas del boxeo. El valor ya no eran los golpes, sino el vacío donde se perdían, a milímetros del blanco, su cuerpo; esquive taurino, pasito a lo Chaplin, guiño cómplice.
Nicolino Locche era el boxeador de las madres y las novias. El Luna agotaba sus entradas cada vez que peleaba, en contraste con los enormes claros que dejaba un mediano santafesino flaco, largo, de mano pesada y un estilo lineal, aburrido. Hasta la célebre pelea con Benvenutti en Roma, Carlos Monzón era el peor negocio para Lectoure.
Locche fue el amor incondicional, más allá de un par de previsibles derrotas afuera, en el ocaso de su carrera. Monzón fue admirado por infalible, que no es lo mismo. Lo tuvo todo. Antes de protagonizar El macho y algún otro previsible film de acción en Italia, filmó las dos películas más insólitas que uno podía imaginar para un sex symbol imbatible en el ring. La Mary –donde enamoró a Susana para luego ser corrido a escopetazos por la Pelusa, su mujer–, un dramón infumable dirigido por Tinayre; y la asombrosa Soñar, soñar, donde Favio lo mostró en bata de seda y con ruleros. Raro, ¿no? Otro país.
Argentina convirtió en ídolos a grandes perdedores de gran corazón como Bonavena, orgulloso amigo de Lanusse, y el Mono Gatica, un símbolo del peronismo, ambos con muertes jóvenes y trágicas, detalle esencial para la construcción del mito. También venera a rústicos y valientes pilotos del TC, pero sonríe con desdén si se habla del segundón Reutemann –para mí entre los 25 mejores pilotos de la Fórmula 1–, que en 40 vueltas hacía solo lo que hoy controla y mide un ejército de ingenieros con computadoras de última generación.
Carlos Tevez, gran delantero, nunca fue el mejor jugador argentino. Messi sí, claro, y del mundo. No hay comparación posible. Sin embargo, y sólo para provocar, no hace mucho titulé una columna Lo que Messi le envidia a Tevez, que enojó a varios. Allí intenté analizar la notable diferencia entre lo que despierta uno y otro en la gente.
Messi, el extraterrestre, libra su propia batalla. Ser visto alguna vez –y más que nada aquí–, como un ser humano que juega al fútbol como nadie. Que puede vomitar por los nervios, llorar por perder finales y, cada tanto, no jugar tan bien o no ganar. Su genio, oh paradoja, es a la vez su bendición y su condena, porque se lo juzga desde la perfección, como a una máquina. Algo que en lugar de generar identificación, multiplica la histeria por la renta. Si Messi gana, somos todos Messi. Si no, es una estafa.
Lo de Tevez es más sencillo, más sanguíneo. Provoca un amor incondicional allí donde juegue. Tal vez en su imperfección esté el secreto de su seducción. Lo quieren porque todos, de alguna manera, pueden ser Tevez. Sus autos sport imponentes no generan envidia –como tampoco las joyas de Evita entre las mujeres más humildes–, sino orgullo, porque si él lo tiene, es como si lo tuvieran todos. Antihéroe casual, equívoco; uno de la barra que se coló en la fiesta del palacio, se quedó a vivir y ahora está de regreso todo lo piola y lo vago que puede ser después de diez años de cambios y esfuerzo.
Ningún marciano.
Cuando Tevez debutó yo vivía en Madrid. Lo vi un par de partidos y no me deslumbró, para nada. No entendía de qué jugaba. No era un 9 goleador, pero hacía goles, no era armador, pero se tiraba atrás, no era extremo, pero partía desde la izquierda para aprovechar la diagonal con su pierna hábil. Javier, un amigo hincha de Boca, me dio una pista: “No lo entendés porque no juega al fútbol, juega a la pelota”. Ahá. ¿Y cómo se hace potrero en este fútbol superprofesionalizado?
Primero, siendo libre. Segundo, generoso. Tevez es con su equipo como lo siente la gente: uno más. Puede pelearse con compañeros, entrenadores, dirigentes y pegar portazos; pero en la cancha es un soldado de la causa. Con lo que tiene. Potencia, inteligencia para buscar huecos, tiempo para tocar, pegada justa y capacidad para definir. Su única sutileza es la entrega, algo que le nace del alma y despliega hasta con delicadeza.
Boca tiene a dos futbolistas que juegan de cosas que yo no entiendo bien, perdonen ustedes mi ignorancia. Carlitos y Gago, el notario del primer pase, un galán de protesta. Arruabarrena deberá acomodar el equipo para que encajen. Sobre todo, su máxima estrella, acopiador de títulos y millones, un tipo que disfruta firmando autógrafos y sacándose fotos con los pibes que, antes, eran él mismo.
La prensa, en éxtasis, destaca su liderazgo absoluto. El gesto “¡Pensá!” que le dedicó a Pablo Pérez –dedito en la frente, una obviedad futbolera– fue consagrado como si le hubiese dicho Cogito ergo sum. Conseguir que otros abandonen la alfombra roja y atiendan un rato a los hinchas es otro de sus logros, afirman. Hoy en Boca Tevez es más que “el jugador del pueblo”. Es Perón.
Ganar es fácil. Tentarse y salir, como hizo en sus inicios como profesional, ya es más complicado. Pero volver millonario y sentirse el mismo pibe que disfruta recibiendo a los chicos del comedor Bichito de Luz de Fuerte Apache porque ésa es su gente y no la de Turín o la de Manchester es un logro difícil de mensurar. Sobre todo si es verdad; no marketing, imagen, cáscara.
Se requiere un tipo de virtud que no está en los pies ni en la cabeza. Sólo en el corazón.