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El punto del estallido

06-11-2021-logo-perfil
. | Cedoc Perfil

Viendo la cantidad de puntos de color puro que traman cada uno de sus paisajes, su promesa de infinito, uno no puede menos que preguntarse qué dios le cedió a Paul Signac (1863-1935) unas gotas de paciencia para su causa de pintor. Claro que esa ilusión de esfuerzo sobrehumano es propia de las artes que conciben la realización como logro dialéctico o salto sintético luego de días o semanas o meses o años de acumulación, en lo que se parecen al sueño del multimillonario y al del místico. Un artista absoluto bien podría ser aquel que combinara todos los recursos y posibilidades. Por ejemplo, empezaría como banquero o influencer o criptomonedista o chorro (todas respetables variables de la delincuencia de alto rango), y una vez hecho del dinero suficiente lo invertiría en la creación de un monasterio huysmaniano donde meditaría sobre el abandono del mundo desde una perspectiva intensamente estética.

En resumen: Paul Signac fue un tipo singular, influido e influyente. Inspirado por algunas líneas del “Arte moderno”, del ya citado J. K. Huysmans, Signac se obsesionó con la idea de obtener la mayor luminosidad posible recurriendo a métodos exclusivamente científicos. En términos propios y ajenos, eso implicaba extraer los conceptos de las leyes del contraste simultáneo, signifique eso, hoy, lo que signifique. También se dejó atraer por las ideas del anarquismo en boga y por el ensayo sobre la música y las matemáticas en Rameau, escrito por Charles Henry.

No debemos dejar pasar los  beneficios de un contacto temprano con Seurat, a quien tras de su muerte heredó en la jefatura del grupo de los neoimpresionistas (o cromoluminaristas o divisionistas). Su pintura, sin embargo, lo arrima más al puntillismo de Pisarro. Y aquí vuelve la cuestión del tiempo, que no es la cuestión de la época. 

Si un trazo sobre un lienzo supone conciencia, comprensión y pulso, ¿qué criterio exige poner un punto junto a otro para tramar un paisaje esplendente? ¿Se pierde la visión durante la aplicación metódica, metronómica, hipnótica, o el aura de la intuición primera permanece intacta ante el esfuerzo mecánico, la rutina que pide cambio de pinceles y cansa la muñeca? La microscopía de cada punto dispuesto sobre un lienzo a cubrir implica una velocidad sobrenatural de ejecución, o la creencia en una eternidad propia que no hay experiencia de los cuerpos humanos que pueda suscribir. Y sin embargo, Signac siguió puntito tras puntito y uno no puede menos que preguntarse si a veces no tenía ganas de tajear la tela y salir corriendo mientras la Parca le gritaba: “¿Qué mirás, bobo? Vení p’acá”. Y sin embargo, como si la eternidad lo habitara, en alguna de las dimensiones conocidas o desconocidas, él concluía sus cuadros, los exponía y vendía, y luego seguía pintando. 

Hoy, las flamígeras obras de Signac, colgadas en museos que todo el mundo visita para no verlas, recuerdan, a su modo apacible, los esplendores de un mundo que se extinguió y empieza a reamarse en el instante anterior a su segundo estallido.