Viendo la cantidad de puntos de color puro que traman cada uno de sus paisajes, su promesa de infinito, uno no puede menos que preguntarse qué dios le cedió a Paul Signac (1863-1935) unas gotas de paciencia para su causa de pintor. Claro que esa ilusión de esfuerzo sobrehumano es propia de las artes que conciben la realización como logro dialéctico o salto sintético luego de días o semanas o meses o años de acumulación, en lo que se parecen al sueño del multimillonario y al del místico. Un artista absoluto bien podría ser aquel que combinara todos los recursos y posibilidades. Por ejemplo, empezaría como banquero o influencer o criptomonedista o chorro (todas respetables variables de la delincuencia de alto rango), y una vez hecho del dinero suficiente lo invertiría en la creación de un monasterio huysmaniano donde meditaría sobre el abandono del mundo desde una perspectiva intensamente estética.
En resumen: Paul Signac fue un tipo singular, influido e influyente. Inspirado por algunas líneas del “Arte moderno”, del ya citado J. K. Huysmans, Signac se obsesionó con la idea de obtener la mayor luminosidad posible recurriendo a métodos exclusivamente científicos. En términos propios y ajenos, eso implicaba extraer los conceptos de las leyes del contraste simultáneo, signifique eso, hoy, lo que signifique. También se dejó atraer por las ideas del anarquismo en boga y por el ensayo sobre la música y las matemáticas en Rameau, escrito por Charles Henry.
No debemos dejar pasar los beneficios de un contacto temprano con Seurat, a quien tras de su muerte heredó en la jefatura del grupo de los neoimpresionistas (o cromoluminaristas o divisionistas). Su pintura, sin embargo, lo arrima más al puntillismo de Pisarro. Y aquí vuelve la cuestión del tiempo, que no es la cuestión de la época.
Si un trazo sobre un lienzo supone conciencia, comprensión y pulso, ¿qué criterio exige poner un punto junto a otro para tramar un paisaje esplendente? ¿Se pierde la visión durante la aplicación metódica, metronómica, hipnótica, o el aura de la intuición primera permanece intacta ante el esfuerzo mecánico, la rutina que pide cambio de pinceles y cansa la muñeca? La microscopía de cada punto dispuesto sobre un lienzo a cubrir implica una velocidad sobrenatural de ejecución, o la creencia en una eternidad propia que no hay experiencia de los cuerpos humanos que pueda suscribir. Y sin embargo, Signac siguió puntito tras puntito y uno no puede menos que preguntarse si a veces no tenía ganas de tajear la tela y salir corriendo mientras la Parca le gritaba: “¿Qué mirás, bobo? Vení p’acá”. Y sin embargo, como si la eternidad lo habitara, en alguna de las dimensiones conocidas o desconocidas, él concluía sus cuadros, los exponía y vendía, y luego seguía pintando.
Hoy, las flamígeras obras de Signac, colgadas en museos que todo el mundo visita para no verlas, recuerdan, a su modo apacible, los esplendores de un mundo que se extinguió y empieza a reamarse en el instante anterior a su segundo estallido.