Esta semana tuvimos, por primera vez, 60 minutos de Alberto Fernández puro. Una hora donde se disolvieron las figuras alternativas, y el Presidente capturó la atención pública. Hace siete meses era como mucho una figura marginal en el panorama político, con un grado de desconocimiento que hubiera sido censurado por cualquier equipo de campaña. El traslado meteórico al poder tiene explicaciones conocidas, el ejercicio del poder recién comienza.
El Presidente aprovechó para hacer su entrada a la escena nacional ejercitando una narrativa fundacional propia. Construir un discurso es crear oportunidades, definir desafíos y establecer jerarquías. Las de Fernández son claras: la restricción externa (la deuda), la adversidad interna (la Justicia) y la víctima interna (la pobreza).
La operación básica de toda construcción política es la elección de un sujeto histórico que funcione como protagonista del teatro discursivo. En el caso de Alberto, se enfoca en los de abajo, al tiempo que pide solidaridad a los de arriba. Propone un nuevo contrato social que ya no interpela a los trabajadores, como el peronismo clásico, sino directamente a los pobres, quienes recibieron, con colosal asimetría, el impacto de la actual crisis económica. Un conflicto distributivo se divisa en el horizonte.
Por galerías laterales a la crisis que vive la Argentina, el Presidente tomó una fuerte iniciativa pública frente a un poder que viene acumulando una crisis de legitimidad. El Nunca Más de la Justicia encarna un desafío a superar y un adversario al cual ceñir; es la elección de una prioridad a construir, aún no central en la opinión pública.
Luego, el frente externo. “Los muertos no pagan”, decía Néstor Kirchner, una frase retomada por el actual presidente como recordatorio de la piedad necesaria ante la deuda externa. El Fondo Monetario Internacional tiene un doble rol por delante; es un interlocutor necesario institucionalmente y un adversario útil políticamente. Como puede verse en el último estudio de Latinobarómetro, entre todos los países de América Latina, Argentina es el que tiene los niveles de confianza más bajos (29%) en el Fondo.
La construcción de esta narrativa exprés reclamaba también echar mano del pasado. Alberto recurrió a la opción más lógica: evocar la presidencia de Néstor Kirchner como su modelo político. Un gobierno del que formó parte y que nos ubica psicológicamente en un período pregrieta, donde lo que importaba era la unidad de los argentinos antes que las rencillas políticas. Su llegada en auto al Congreso recuerda a Kirchner mezclándose con la multitud el día de su asunción. El regreso a una estética de la informalidad es una reacción al estilo comunicativo de Cambiemos.
En ese mismo espíritu reparador, se notó en Alberto Fernández un mayor respeto al ritual del poder, en el traspaso de mando, pero también una entrega a la liturgia que acentúa la identidad peronista. El frente ejecutivo que capitanea es multicolor y satisfacer a su público requiere incentivos diferentes. Fernández se pasea entre mesa y mesa construyendo poder propio. Por delante tiene el enorme desafío de domesticar y dar identidad a una coalición política. Sus primeras reacciones mantienen encendida la expectativa en un país donde la realidad es un astringente de ilusiones. Queda claro que esto recién comienza. La política en democracia es la construcción de una voluntad común. Y esa construcción lleva tiempo(s).
*Politólogo. Presidente de Asacop.