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El retorno

Hubo un tiempo en que se mataba y se moría por la palabra Perón. En el comienzo, sesenta años atrás, la distinción entre peronista y antiperonista era centralmente de clase –los pobres, se sabe, eran mayormente peronistas; los otros, mayormente gorilas– y, luego, murmurar el apellido del general exiliado llegó a ser un acto de resistencia a las dictaduras que querían erradicar su herencia (y su electorado).

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Hubo un tiempo en que se mataba y se moría por la palabra Perón.
En el comienzo, sesenta años atrás, la distinción entre peronista y antiperonista era centralmente de clase –los pobres, se sabe, eran mayormente peronistas; los otros, mayormente gorilas– y, luego, murmurar el apellido del general exiliado llegó a ser un acto de resistencia a las dictaduras que querían erradicar su herencia (y su electorado). En los años 60, en rebelión contra los militares y lo que representaban, un sector de la clase media se hizo peronista.
La espiral del enfrentamiento entre estas clases que no podían establecer un régimen de convivencia político acabó en algo peor: el terrorismo de Estado.
Después, con la reinauguración constitucional de 1983, comenzó otra historia. Con la reconquistada democracia, nació el bipartidismo, un sistema por el cual el peronismo ya nunca más proscripto y el radicalismo, que antaño reunía los votos de la contra, podrían alternar en el poder, cada cual con su electorado, su aparato y sus “cajas”, dentro de unas reglas de juego –no siempre transparentes, en muchos casos pensadas para propio beneficio y no de la sociedad civil– que todos se mostraban dispuestos a respetar.
La culminación de este sistema fue el Pacto de Olivos, durante la presidencia de (¿el peronista?) Carlos Menem, que, en acuerdo secreto con el anterior presidente, el radical Raúl Alfonsín, enmendó la Constitución Nacional para lograr la reelección en el cargo a cambio de  nuevas cuotas para la UCR en el Congreso y la Corte Suprema de Justicia.
El sistema era tan sólido que hasta Eduardo Duhalde, el más perjudicado de los jugadores (le arrebataba la posibilidad de suceder a Menem en la presidencia) pero también uno de los más fieles y entusiastas, lo acató.
Apenas unos años después, a fines de 2001, esta estructura bifronte, que ya se había mostrado incapaz de administrar la economía y la política argentinas, entró en emergencia: multitudes marchaban por las calles para exigir que se fueran “todos”. Como se sabe, cinco presidentes se sucedieron en una semana para que, al fin, el antes sacrificado Duhalde asumiera la tarea de rescatar lo que se pudiera del sistema en crisis.
En ese contexto apeló, después de un fallido experimento inicial, a una opción lógica para ocuparse de la economía. Roberto Lavagna, nacido en 1942, un año antes de que el coronel Juan Domingo Perón hiciera su ingreso en la Historia, era, para entonces, un nombre crecido dentro del bipartidismo.
Director general de Política de Ingresos y Políticas de Precios durante los gobiernos peronistas de 1973 y 1974 y, en el de 1975, subsecretario de Coordinación de la Secretaría de Obras Públicas, lo encontramos una década más tarde, pasada la tormenta militar, dentro del gobierno de Alfonsín: entre 1985 y 1987, fue Secretario de Industria y Comercio Exterior y uno de los negociadores del Mercosur. Tan bien resultó la experiencia con el partido ajeno que en 2000, durante el gobierno del también radical Fernando de la Rúa, fue embajador ante la Unión Europea.
Desconocido por la opinión pública, se convirtió en ministro de Economía de Duhalde en abril de 2002. Le fue bien, y siguió en el cargo durante la presidencia de Néstor Kirchner. En diciembre de 2005, creyó llegada su hora: saltó del gobierno para tentar suerte con una candidatura presidencial.
Quiso ser un candidato peronista, pero, ante falta de quórum, cruzó de vereda, como siempre le había sido propicio: se hizo candidato radical. Raúl Alfonsín, uno de los creadores del bipartidismo, lo apadrinó.
Perdida la elección, Lavagna hizo, apenas cuatro meses más tarde, lo de siempre: saltar al otro lado. Pactó con Kirchner su retorno al peronismo, del que será, según lo anunciado, vicepresidente partidario.
Pero esta vez, quizás para su sorpresa, se desató un escándalo. El electorado opositor no parece digerir tan bien como Lavagna la idea de que estar en uno u otro de los partidos del sistema de 1983 es, a fin de cuentas, más o menos lo mismo.
Su parábola, que aún no ha terminado, es sin duda la del sistema que lo albergó y de cuya crisis el desmoronamiento de la UCR es tan sólo el aspecto más visible. ¿Qué vendrá en su lugar?
Sólo subsisten el neoperonismo de Kirchner (descartada la fallida transversalidad) y el antiperonismo de Lilita Carrió, que asume sin culpas progresistas, según sus propias palabras, la representación política de las clases medias y altas que votaron contra el Gobierno en octubre último (y al que eligieron mayoritariamente los pobres). Los dos bandos recuperan por momentos algunos ecos de la vieja retórica y juran que nada tienen que hablar con el otro: no habrá pactos de Olivos, dicen.
¿Será este retorno al pasado un futuro deseable?