¿Podría hablar con el doctor Bunge?
—Con él está hablando. ¿Con quién tengo el gusto?
—Con Fra Girolamo.
—¿Fra Girolamo? No me suena.
—Seguro que sabe de Girolamo Savonarola, de la Orden de los Predicadores.
—¿El de la quema de herejes y otros beneméritos?
—El mismo, y tan entusiasta como hace medio milenio.
—¿Cómo se le ocurre que un ateo pueda servirle en algo?
—Ya verá. Usted condena la corrupción, ¿verdad?
—Por supuesto. La condeno en todos los terrenos, desde los negocios y la política hasta la ciencia y el arte.
—Pues entonces, somos camaradas de armas.
—Esto nunca, porque yo odio las armas aun más que la corrupción.
—Es una manera de decir. A mí tampoco me gusta matar a máquina, como le dijo un cuchillero a Borges cuando joven.
—¿Entonces, a qué camaradería se refiere usted?
—A la que une a todas las personas que piensan que hay que limpiar al mundo de abusadores de la autoridad, pederastas, coimeros, encubridores, etc.
—De acuerdo, pero ni usted ni yo tenemos poder para combatir esa plaga.
—Se equivoca. Juntos, usted y yo, y nuestros amigos, podemos hacer algo.
—¿Por ejemplo?
—Empecemos por quebrar el eslabón más débil, el más desprestigiado de la cadena corrupta.
—¿Wall Street?
—No, ingenuo. Wall Sreet está muy podrido, pero también es el eslabón más fuerte de esa cadena diabólica. Ni siquiera el emperador logró hacerle mella.
—Entonces, ¿adónde apunta usted?
—Empecemos por donde yo pueda lograr algo con su ayuda, porque lo conozco a fondo y tengo amigos.
—¿Roma?
—Exactamente. Roma es hoy tan digna de mis sermones fulminatorios como lo fue en la época del Descubri-miento de América. Baste recordar los millares de juicios a sacerdotes pede-rastas.
—Sigo sin entender qué quiere us-ted de mí. ¿Por qué recurrir a un ateo y no a un correligionario?
—Porque casi todos mis hermanos en Cristo están bajo sospecha.
—Comprendo. Usted me recuerda al cardenal Léger, quien nombró a un ateo notorio, el matemático Maurice L’Abbé, para que modernizase la Université de Montreal.
—¿No confiaba en sus correligio-narios?
—No, porque anteponían la fe a la razón, y modernizar es racionalizar.
—Así es, y por esto es que condeno la modernidad. Pero volvamos a nuestros carneros, como diría un gabacho. Yo no pienso en usted para modernizar la Iglesia, sino para limpiarla...
—No pretenderá que haga sermones laicos en atrios de iglesias.
—Es claro que no. Lo que usted puede aportar es ideas.
—Pero usted sabe bien que mis ideas son seculares y, más aún, materialistas en el sentido filosófico. En particular, no creo en el alma desencarnada en que cree usted.
—Ya lo sé. Pero también sé que usted ha hecho Filosofía política y Filosofía de la administración.
—Usted necesita a un Niccolò Machiavelli que se digne pensar en los problemas de Roma y no en los de la República de Firenze.
—Exactamente.
—Entonces usted tendría que pedirle consejo a alguna eminencia, tal como el famoso profesor Samuel Huntington, quien fuera profesor en Harvard y presidente de la Asociación Americana de Ciencia Política.
—Usted se equivoca. Huntington era el colmo de la corrupción académica. Sostuvo que la corrupción es el lubricante del desarrollo. Además, el Pentágono le pagó durante décadas para que diseñase planes para someter a los insurgentes vietnamitas.
—¿Por qué yo, que no soy politó-logo?
—Lo he llamado a Usted porque ha criticado a Huntington y otros académicos mercenarios. Los cátaros necesitamos la ayuda de intelectuales independientes y sin pelos en la lengua.
—¿En qué cree usted que un des-creído como yo pueda ayudar a una Cruzada cátara, encabezada por un fanático como usted?
—Touché. Recuerdo bien que los cátaros, mis precursores, fueron exterminados por la Primera Cruzada. Pero yo no pienso en una Cruzada.
—¿En qué piensa?
—En una especie de conspiración para depurar a Roma desde adentro usando ideas de afuera, ideas originales y potentes, de esas que las iglesias no pueden generar, ya que su misión es conservadora.
—¿Qué ideas tiene usted en vista?
—Esas son las que tendrá que concebir usted.
—¿Yo? Si ni siquera sé cómo opera la curia, el núcleo del poder vaticano.
—Deje la mecánica en nuestras manos. Lo que necesitamos es un mapa de ruta, algunas ideas sobre cómo movilizar al elemento sano de nuestra iglesia y como neutralizar al corrupto.
—O sea, Ud. quisiera lograr la meta del joven Fra Girolamo en lugar de terminar en la churrasquería eclesiástica.
—¡Qué blasfemo! Pero tiene razón. Me gustaría encabezar una nueva Reforma, pero sin las herejías de Lutero ni de Calvino.
—Comprendo. Déjeme pensarlo. Llámeme dentro de una semana, para ver si me encendió la lamparita.
—De acuerdo. Hasta entonces.
Transcurrida la semana, sonó el teléfono.
—¿El doctor Bunge?
—Sí. ¿Fra Girolamo?
—Sí. ¿Se le encendió la lamparita?
—Sí, pero se me ocurrieron algunas ideas que no le gustarán.
—Ya se verá. Cuénteme.
La comunicación se cortó al mismo tiempo que sonó el despertador. Nunca sabré qué reformas yo pensaba sugerirle al malogrado reformista.
*Filósofo.