Una autobiografía o un libro de memorias fuerzan una elección por parte del lector, ya que éste no tiene más remedio que decidir si el autor le cae bien o mal. Una verdadera novela de Philippe Sollers (Burdeos, 1936) favorece a lo largo de cuatrocientas páginas amenas la conclusión de que el escritor es lo que en esta parte del planeta se conoce como un chanta. Hijo de una familia burguesa de provincias, Sollers dedicó sus días de estudiante a frecuentar a escritores veteranos (Breton, Mauriac, Aragon, Ponge) mientras publicaba sus primeras novelas. Además de precoz es muy prolífico (más de veinte novelas y de cuarenta ensayos, hasta un buen número de videos) y aunque le gusta pensarse como una especie de lobo solitario, las relaciones sociales se le dieron siempre muy bien.
De hecho, Sollers es el hombre que siempre estuvo en el lugar adecuado, especialmente a partir de su participación en Tel Quel, la revista fundada en 1960 que se transformó a partir de 1968 en faro de la vida intelectual francesa. Maoísta y estructuralista, Tel Quel está asociada a la emergencia de nombres como Barthes, Foucault, Deleuze, Lacan o Derrida. En las memorias, Sollers se jacta de haber sido gran amigo de Barthes y Lacan, de haber tratado personalmente a los otros grandes bonetes de la cultura contemporánea, entre ellos a su esposa Julia Kristeva. Como si sospechara que alguien le va a pedir pruebas de su figuración, Sollers saca a relucir a cada rato las dedicatorias que esos y otros próceres le hicieron de sus libros, la aparición de su nombre en uno de los seminarios de Lacan y otros testimonios de la misma índole.
Sollers, acorde con los tiempos, fue cambiando de opiniones políticas. Así, del temprano maoísmo fue mutando hasta terminar ejerciendo de reaccionario. Su especialidad entre los “nuevos filósofos” que lo acompañaron en el giro a la derecha es el catolicismo y así se proclama admirador incondicional de Juan Pablo II y de Benedicto XVI. En el medio cambió también la política por el psicoanálisis y la divulgación de las enseñanzas de Mao (al que ahora llama un gran criminal) por el interés por la cultura china en su conjunto. Pero de nada se arrepiente Sollers aunque entre un período y otro lo único en común parece ser su exorbitante ego. En efecto, el autor se precia tanto de que será leído dentro de mil años (una afirmación que sus libros no parecen confirmar) como de sus conquistas sexuales, de sus cuatro mujeres simultáneas, de sus cientos de affaires, de sus muchas prostitutas y hasta de algún travesti.
Tal vez el momento más grotesco del libro sea aquel en el que Sollers se lamenta de que no haya ninguna tesis universitaria dedicada al catálogo de sus amores. Para ser alguien que se considera el equivalente de Montaigne, Sollers se queja demasiado. Se queja de que no se lo conoce en Estados Unidos, de que sus obras no están en la prestigiosa colección La Pléiade, de que Bernard Pivot no le dedicó un programa televisivo completo como sí lo hizo con Le Clézio y con Modiano.
Hay algo simpático en los fanfarrones y en Sollers en particular. Después de todo, la suya es una manera entusiasta de decorar lo que se adivina como un gran aburrimiento, una profunda grisura.
Incluso es interesante leerlo cuando, como cultor eterno de las modas, hoy proclama la necesidad de volver a los clásicos y dedica algunos párrafos a Epicuro, a Dante o a Nietzsche.
Hasta uno está tentado de absolverlo, pero hay algo en la página 278 que lo condena definitivamente. Allí confiesa que de los cuatro mosqueteros de la obra de Dumas su favorito es Aramis. Alguien que prefiere a ese cura intrigante y cruel sobre el noble Athos, el generoso Porthos y el valiente D’Artagnan no puede ser nunca una buena persona.