Qué suerte que el mundo es tan variado, que la vida es tan complicada. Si no fuera así, si todo fuera lisito y amable y sencillo y comprensible y explicable, ¿escribiríamos cuentos y novelas y poemas y (ya va, querido Spre, no te impacientes) piezas de teatro, eh? ¿Escribiríamos algo fuera de la lista del supermercado? Me temo que no. Tal vez haya otros mundos, que parece que los hay según esos señores tan sabios que nos hablan de veinte dimensiones visibles ellas para los gatos por ejemplo pero no para los seres humanos, tal vez haya otros mundos en los que la escritura no tiene sentido porque todo está ahí, a la vista y sin dobleces. Qué horror. Un amigo poeta me dice: “¿Sabés qué pasa? Que la gente es muy rara”, y entonces escribe.
Es que todo cabe en este mundo, vea, desde el puré de papas hasta la ley de Hubble y el ylem (pronúnciese ailem) y hágame acordar que alguna vez tengo que escribir sobre el ylem porque sospecho que a usted, estimado señor, el puré de papas le importa muy poco. Todo cabe y a veces eso es sumamente inspirador y otras veces causa espanto y desesperación. Y en ciertas gentes, confesémoslo, querida señora, las dos situaciones se dan juntas de mancomun et in solidum.
Todo esto parece errático y, peor, parece encaminarse directamente a la nada, a esos todos en los que nada se dice, destrozos de diarios incluidos que de tan atroces parecen cómicos. Todo esto va a lo que se pueda, lo que yo pueda decir acerca del odio. Que mucho no puedo, le confieso. No sé en dónde se clasifica el odio, tanto en la lengua como en las pasiones, no sé. Pero sí sé, después de consultar los respectivos diccionarios, que el odio es concreto y monolítico, y que no admite ni comparaciones ni clasificaciones. Tal vez porque es insoportable. Tal vez porque quienes odian son incapaces de sostenerlo y, como con las drogas, necesitan siempre más. Y más y más. Porque ¿cómo se hace para dar salida al odio?, o ¿cómo se hace para aguantar su peso y sus aspiraciones de invasor invencible, eh?, ¿cómo se hace? Porque, no me diga que no, estimado señor, no se puede vivir aceptándolo sin más, hermanándose con él. Algo hay que hacer. Y lo más efectivo, lo más sencillo, lo más bello, si es que el adjetivo cuadra, es depositarlo en algo o en alguien. Generalmente es la religión.
La religión, créame, es un terreno fácil para que el odio se ponga cómodo, se establezca, apoltronado en los impensados repliegues de eso que suele llamarse alma o conciencia, para que crezca sin impedimentos a su gusto y placer.
Es fácil negar el odio, decir que se lo aborrece y quedarse una tan tranquila, inmaculada y admirable. Pero no es fácil vivir en semejante sombra, y de ahí que terminemos en el diván o… escribiendo poemas, novelas, etc.
También se puede hacer otras cosas. Ejercer el odio, por supuesto. Ah, eso es otra cosa, ¿ve?, eso es lo fácil, razonable y deseable. Y además, volviendo al principio, el mundo es tan variado, está tan densamente poblado, que se puede elegir libremente y rápidamente en quién o en qué poner el odio. ¿Hablábamos de las religiones? Y sin embargo…sin embargo hay religiones que nos piden fervorosamente que amemos sin límites, que comprendamos, que ayudemos. Ah sí, diría mi amigo poeta, ¿y las otras?, ¿y la gente rara? Las otras nos piden explícitamente que odiemos, que torturemos, que matemos.
Es ahí donde tropezamos con nosotros mismos porque no encontramos explicación o, mejor dicho, porque las explicaciones son factuales, irrazonables, simplistas, incómodas y desdichadas.
No se puede contemplar fríamente cómo gracias al odio un tipo vestido con una túnica naranja y prisionero en una jaula ve venir las llamas que lo van a quemar vivo. No se puede ni siquiera tratar de imaginar lo que siente, el terror desesperado, atroz, animal y sin nombre que lo asiste y tampoco puede imaginarse la satisfacción ciega que siente el que arrima la antorcha al camino del fuego. No se puede, simplemente no se puede. Trate usted, querida señora, póngase en ese lugar y dígame qué se siente.
Sí, ya sé, odio, eso que nada tiene que ver con la historia de nuestra especie, eso que surge cuando dejamos de ser humanos y nos convertimos en instrumentos, cosas que van en una sola dirección, ésa, la del odio.