Toda grieta es un síntoma de un quiebre en proceso, su aparición delinea un trayecto con profundidad que tiende a ampliarse, suele ser el resultado de una ruptura de orden natural o provocada intencionalmente; su irrupción modifica algo que mostraba signos de integridad –al menos en apariencia–, denota crisis en el material, perturba el statu quo y nos obliga a priorizar la urgencia ya sea para acelerar las acciones reparadoras, forzar el desenlace o bien para colocarnos en calidad de espectadores de una división definitiva. Sean cuales fuesen sus razones, lo cierto es que una vez que se presentan ya nada será como antes.
Luego de un terremoto, se ponen en evidencia sobre la superficie terrestre las tensiones internas existentes en forma de grietas, a sus orillas quedan muchos individuos afectados, algunos a salvo, otros maltrechos y otros muertos. Los más precavidos han huido a refugiarse fuera de la zona de peligro, otros han quedado confinados a sus lados sin poder planificar hacia dónde ir, mientras que otros tantos han sido tragados por ella, y han debido permanecer allí involuntariamente, tratando de sobrevivir hasta tanto su presencia sea advertida y se inicien las acciones de rescate.
En los ciclos históricos de un Estado, los sismos producidos por las crisis político-económicas exponen grietas que antes sólo eran percibidas como tensiones sociales latentes, pero muchas de ellas son el resultado buscado de actores políticos con interés. Fue así como la constante prédica maniquea y divisionista, emprendida en la última década por los hombres del gobierno nacional, no se detuvo a marcar las divisiones históricamente reconocidas, sino que avanzaron en introducir cuñas ideológicas en medio de relaciones humanas que parecían preservarse al margen de las diferencias políticas, y que han culminado por enfrentar a hijos, padres, hermanos, amigos e incluso en el interior de las parejas afectivas, con la clara e inmoral meta de reinar dividiendo. Otra es la realidad de los atrapados en la grieta, ellos no han elegido estar allí, no les interesa enrolarse en uno de los frentes, están incómodos, los argumentos en discusión los exceden, desconocen a los actores ocultos y las tramas de réditos subyacentes; por ello, se muestran más proclives a los consensos, y aunque pueden sentir indistintamente simpatía o repudio por las acciones políticas que de una u otra manera han de afectarlos, suelen aparentar indiferencia para no ser víctimas de la censura o la sospecha desde alguno de los lados. En estos últimos tiempos, el ciudadano posee la percepción de estar en medio de una guerra tajante y definitiva entre dos sectores con intereses en pugna; situación verificable en el habitual y selectivo lenguaje belicoso que utilizan los más verborrágicos para restringir y censurar todas las razones –salvo las propias–, y es común oír palabras tales como: amenazas, ataques, batallas, campañas, caos, cobardía, ofensiva, desobediencia, enemigos, estrategias, extremistas, facción, fuerzas, fusilamientos, genocidio, golpes, hostigamiento, operaciones, rebelión, represión, soldados, terrorismo, traiciones, trincheras, etc., y que pueden recogerse del amplio abanico de expresiones oficiales u opositoras.
En este contexto, resulta previsible que al asumirse la sociedad como el teatro de operaciones en el que se libra la madre de las batallas ideológicas aumente la probabilidad de que aquello que se expresa con palabras tarde o temprano encuentre un catalizador hacia la violencia concreta; razón más que poderosa para detener cualquier escalada a tiempo, respondiendo con sensato silencio a las arengas pírricas que propician permanentes conflictos y comprometen la paz social.
*Politólogo, Río Cuarto, Córdoba.