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El sentido de la pureza de lo simple

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Las paredes y trenes pintarrajeados en la Ciudad me hicieron recordar un breve pasaje de Los siete pilares de la sabiduría, de T.E. Lawrence. En uno de los viajes que realizó en su juventud por las polvorientas llanuras del norte de Siria, se topó con unas ruinas de la época romana, que los árabes creían construidas por un príncipe como residencia del desierto para su reina. La cal del palacio, decían, había sido mezclada no con agua sino con preciosos aceites extraídos de flores. Los guías de Lawrence, olisqueando el aire como perros, lo conducían de una a otra habitación diciendo: “Esto es jazmín, esto es violeta, esto es rosa”. Hasta que al final, uno de ellos lo tomó del brazo y lo invitó a seguirlo para oler el más suave perfume de todos. Penetraron en la que parecía la habitación principal, donde a través de los agujeros abiertos en un lado pudieron sorber a boca llena el simple, vacío e inmóvil aire del desierto, un aliento que venía de algún lugar lejano, situado más allá del Eufrates, que había viajado durante muchos días y noches sobre la tierra muerta hasta toparse con ese primer obstáculo, las murallas del ruinoso palacio. El guía entonces le dijo a Lawrence: “Este es el mejor aroma de todos: no huele a nada”.

Sobre el hecho de pintar paredes, reina la misma presunción que aqueja a ciertos periodistas parlanchines de la televisión, que creen que decir cualquier sandez es mejor que guardar silencio.

En realidad, es una presunción doble, porque a los grafiteros también los aqueja cierta anacronía: en tiempos de redes sociales, transmitir algo, lo que sea, pintando paredes es un retroceso en el tiempo, la apelación a una herramienta ineficaz, porque a fin de cuentas una pared pintada resulta vista por mucha menos gente que un flyer cualquiera en una página de Facebook. Las pintadas tienen un aura benéfica de resistencia, y tendrían sentido –de hecho lo tuvieron– durante la dictadura, por ejemplo. Aunque siempre hubiera esperado de los grafiteros que durante la dictadura se jugaran la vida para escribir alrededor del Obelisco, por ejemplo: “Esta es la pija que nos clavaron”. Pero nadie fue lo suficientemente valiente para eso. Hoy podrían hacerlo, pero no es la misma pija. Con esto quiero decir que el arte del grafiti es cobarde, porque hoy por hoy no conlleva ningún riesgo, más que ser perseguido por algún propietario celoso de sus paredes. Pero también es un arte que me atrevería a calificar de menemista, porque supone que los perfumes y los adornos son mejores que aquellas simples cosas en las que la humanidad parece no tener ni arte ni parte. Una pared blanca, por ejemplo. ¿Hay algo más bello que una pared blanca?

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 No soy quién para ponerme a dictaminar penas, y mucho menos me atrevería a sentenciar a muerte a alguien inocentemente armado con una batería de aerosoles. El mundo es inane, muchachos, dejen a las paredes hablar su lengua muerta en paz. No es más eficiente que la que hablan ustedes, pero al menos es limpia.