Pensar que una movilización de este tipo puede repetirse es entregarse a una ilusión. Se lo creyó después del primer cacerolazo. Salvo por la intervención de fuertes organizaciones políticas y sociales, estas movilizaciones son tan difíciles como excepcionales.
Suceden cuando confluyen factores muy distintos y generalmente no previstos, fuera de cálculo. La muerte de un fiscal concentró intensidades de rareza y dramatismo también excepcionales. Fue el golpe de lo insólito que, de pronto, despierta a decenas de miles con un llamado que, a diferencia de una movilización clásica, no tiene ni centro ni escenario (apenas un tinglado frente a la fiscalía de Nisman); no promete fervor ni acepta la expresividad entusiasta. Exige un silencio difícil de sostener, que impidió que alguna ola de aplausos terminara con un insulto.
Un shock desencadenó la marcha del 18, el shock que produjo un suceso inesperado e incomprensible. La Presidenta contribuyó con lo suyo. Se permitió lo que muy raras veces funciona bien: el desplante sobre una muerte. Atravesó un límite que todas las culturas establecen: no insultar a los otros, a los del silencio, a los que no tendrían nada que decir, cuando, en el medio, todavía hay un cadáver.
La marcha rodeó un vacío: no sólo el de la Plaza, que la multitud bordeaba para tocar el umbral de un espacio cívico. La gente fue el cortejo fúnebre de Nisman. Esta imagen no me pertenece. Creo que los que marchaban sin un centro, desplegando los pliegues de una multitud, de algún modo sabían que estaban formando ese cortejo.
En Diagonal Norte y San Martín, frente a la Catedral, un hombre muy viejo, vestido con traje oscuro, empujaba la silla de ruedas de su mujer. A las siete de la tarde, faltaba aire en ese tramo de Diagonal Norte. Miles caminaban hacia Perú, luego doblaban hacia Diagonal Sur y así, en círculos irregulares marcados por las calles que llevan hacia la Plaza o a la fiscalía de Nisman. Las calles, incluida Avenida de Mayo, están ocupadas de pared a pared. Los paraguas se abren y se cierran bajo la lluvia.
Tropezamos. Nos sostenemos. Caminar parece preferible a detenerse. Los portales están ocupados por quienes han aceptado que ya es imposible llegar más cerca. ¿Más cerca de dónde? No hay centro sino una superficie dinámica, minuto a minuto cambia y vuelve a ser la misma.
En un portal, una familia con un chico de diez años. La madre dijo: “Lo trajimos para que viera y pudiera acordarse”. Estaban construyendo para el hijo lo que será su primer recuerdo de una manifestación.
Excepcional manifestación la que le tocó a ese chico: silenciosa, a oscuras, sin gritos. A pocos metros, dos cochecitos y dos niñas mojadas. No podría asegurar que conservarán un recuerdo. Quizás una imagen borrosa, como la que a veces me llega del 17 de octubre de 1945: yo, de tres años, en brazos de un tío, que me señala un estandarte indescifrable. Una imagen remota para validar la frase “estuve allí”, que todos queremos pronunciar alguna vez y nos ofrece la prueba de que fuimos parte de algo más extenso y colectivo que las biografías privadas.
Sobre Avenida de Mayo, cuando ya la marcha había empezado (si es que puede afirmarse que tuvo un comienzo nítido), hay un grupo con un gran cartel religioso verde y amarillo. Dos o tres muchachos exigen a los gritos que se baje. El forcejeo verbal duró unos minutos, hasta que los devotos enrollaron su bandera. En la estación Piedras del subte A me guarecí un cuarto de hora. Conversamos en uno de esos grupos socialmente azarosos que se forman en la calle: un colectivero de la provincia de Buenos Aires que traía a su hija adolescente; una empleada bancaria que lamentaba que su hijo estuviera en Córdoba. Ambos contaron sus historias de difícil ascenso, de insegura permanencia en las capas medias bajas. Una chica dice muy bajito: acabo de terminar Filosofía en la UBA. Seguro que es su primera marcha.
Mucha gente venía no del norte de la ciudad ni de la próspera franja noreste que se extiende más allá. Tres horas después, muchos se abarrotaban en el subte hasta San Pedrito y de allí un colectivo. Otros volvían a Avellaneda o Lanús. Habían compartido la calle con una pareja que informó: “Somos vecinos de Nisman. Vivimos a setenta metros de su edificio”.
Si supiera hacer sociología diría que las capas medias estaban representadas en sus distintas estratificaciones: de Mataderos a Puerto Madero. Y también respetando sus porcentajes relativos. Había más gente de Caballito o Flores que de Recoleta, porque, como es evidente, las capas medias son más numerosas en el oeste que en el norte y el este. Muchos marcharon por primera vez cuando los convocó Blumberg. Me corrió frío por la espalda. Pensé que de las movilizaciones y la agitación de Blumberg salió una pésima reforma penal. Pero los que marchan no tienen obligación de responsabilizarse por el giro oportunista de Néstor Kirchner que cedió al “cualquierismo” de las exigencias de Blumberg para evitar que volvieran a ocuparle la calle.
A los jóvenes les pregunté si marchaban por primera vez y hubo mayoría absoluta de respuestas afirmativas. Algo los llevó a la Plaza. No marchaban con “los políticos” sino con “los fiscales”, un sujeto colectivo que, de repente, de ser casi enigmático en su especificidad jurídica se convirtió en sujeto concreto en los planos de televisión de los días anteriores. Nadie podía recordar en la marcha los currículum de los fiscales que aparecen en la prensa kirchnerista y, por supuesto, nadie había seguido sus idas y venidas durante los últimos años. De un golpe, esos fiscales adquirieron una plenitud aceptada, sobre todo porque promete ser sólo temporaria. No hay verosímil partido de los fiscales.
Suena improbable que la marcha se impulsara en el deseo de que la Presidenta fuera reemplazada (tesis del golpe blando) y más improbable todavía que esa gente mañana salga de nuevo a la calle para exigirlo. A diferencia de los cacerolazos, no escuché ni un grito de los habituales en el antikirchnerismo pre o post político. Cada vez que terminaba una oleada de aplausos, temía escuchar el insulto que lo invalidara todo, que al día siguiente permitiera un título del estilo “quieren que el Gobierno caiga”.
Hablé con decenas de personas. Nadie mencionó la carátula de la muerte de Nisman ni la investigación judicial. La noche era demasiado severa como para enredarse con hipótesis de espías. La multitud actuaba en algo grande, no en el episodio de una serie de Netflix.
Algunos creen saber a quién favoreció la marcha. Hacen cálculos bolicheros sobre el impacto electoral. Por eso se vio, con paraguas y bajo una lluvia en su caso bautismal, a políticos que antes sólo marcharon para dar una vuelta a la cancha. La pregunta sobre quiénes se favorecieron pasa por alto que la multitud no enarbolaba un pliego de reclamos sociales o económicos. Era simplemente una masa enorme que ponía su cuerpo para volver concreta la palabra “justicia” (concepto esquivo y difícil). La muerte de Nisman le dio a ese reclamo su contenido. Marchar implicó una decisión, no un programa político electoral ni un horizonte ideológico.
Seguramente la multitud porteña incluía muchos votantes de Macri (pasados y futuros) y también radicales, socialistas, gente de izquierda suelta y gente de la derecha recalcitrante, porque si se juntan miles, sin dirección, movidos por un sentimiento de desolada indignación, no hay tiempo para poner aduanas que controlen los pasaportes. Es seguro que en la marcha participaban numerosas hilachas del voto a Cristina Kirchner en 2011, porque no se gana como ella ganó sin alguna de la gente que estaba bajo la lluvia el 18 de febrero. Cristina supo perderlos. Y si hay algo seguro es que esos votos no volverán a ella.
Pero también, en sus años de exaltado triunfalismo, la Presidenta ganó a muchos jóvenes nacidos y criados en las mismas capas medias que marcharon el miércoles 18. Su ausencia era demasiado visible. Casi invisible fue, en cambio, el acampe de los qom, en Avenida de Mayo y 9 de Julio: argentinos irredentos.