Uno de los múltiples aciertos de la programación del festival de Mar del Plata fue la retrospectiva dedicada a Marlen Khutsiev curada por Boris Nelepo, el brillante y casi adolescente crítico ruso. Khutsiev es un cineasta notable nacido en 1925, que todavía filma y cuya obra era desconocida por aquí. Su caso sirve, en primer término, para recordar que desde la Revolución en adelante la Unión Soviética hizo un cine altamente profesional y que su poderosa industria cinematográfica estuvo integrada por cineastas, técnicos y actores de impecable formación, algunos de enorme talento y originalidad como Khutsiev. Claro que la producción soviética estuvo siempre controlada y censurada, en particular en vida de Stalin, cuando era muy peligroso malinterpretar la línea del partido.
Pero el problema de Khutsiev no fue Stalin sino Nikita Krushev, que detestó y ordenó modificar las dos legendarias películas que hizo el cineasta en los 60: Tengo veinte años y Lluvia de julio. El que no la pasó bien con Stalin fue su padre, un viejo bolchevique ejecutado durante la gran purga de 1937, aunque su hijo, curiosamente, pudo estudiar en la prestigiosa VGIK, la gran escuela de cine de Moscú, donde se graduó en 1952. El primer largo de Khutsiev, Primavera en la ciudad (1956), es una película feliz y esperanzada sobre una profesora y un obrero que, enamorado de ella, al final aprende que el estudio es el camino adecuado para los jóvenes. Más allá de esa trama un tanto dogmática, la película muestra a un cineasta lírico, ligero y vital, características de toda la obra de Khutsiev, cuya versión del sueño socialista es la de una sociedad urbana, moderna, en la que se materializa la corriente ilustrada del siglo XIX y donde se puede disfrutar de la alegría de vivir, la amistad, el amor y la cultura. En películas más tardías como Epílogo (1982) e Infinitas (1992), Khutsiev omite el colapso del régimen y en cambio muestra ciertas sombras nunca del todo explícitas que acechan a la utopía rusa y complementan sus obsesiones: los hombres que no estuvieron a la altura de las promesas de su juventud y, recíprocamente, las nuevas generaciones que sepultaron detrás de la tristeza burocrática la riqueza espiritual de sus mayores.
En Khutsiev hay un núcleo de fervor patriótico que es el heroísmo de los combatientes en la Segunda Guerra, a quienes recuerda y homenajea en cada oportunidad posible hasta culminar en Pueblo de 1941, un film documental de 2002 lleno de fragmentos de noticieros y películas de ficción de la época que demuestran la diversidad y la potencia del cine soviético al servicio de la propaganda bélica. Un discurso estremecedor de Stalin en plena guerra es el centro emocional y político de la película. Es la gran paradoja de Khutsiev, el hijo de una víctima del Gulag cuya obra oculta todas las atrocidades del sistema y en la que la policía política y el Partido Comunista están tan disimulados como los campesinos. Por lo extremo de esta contradicción, resulta un excelente ejemplo de un fenómeno que conocemos de primera mano: cómo los artistas pueden hacer su trabajo en silencio o incluso adherir a un régimen autoritario sin que la conciencia los perturbe. Tal vez el genio de Khutsiev justifique su conducta. O tal vez la agrave.