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El simple arte de editar

Casi al mismo tiempo se acaban de publicar Todo Marlowe, de Raymond Chandler, y El expediente, Archer de Ross Macdonald.

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Casi al mismo tiempo se acaban de publicar Todo Marlowe, de Raymond Chandler, y El expediente, Archer de Ross Macdonald. La edición reunida de las siete novelas del detective Philip Marlowe (más dos relatos poco conocidos) es de la expansiva editorial RBA. Es un trabajo bastante chapucero. Las traducciones son dudosas, el volumen es feo e inmanejable y los libros vienen pelados: no hay ningún prólogo ni epílogo que acompañe, comente o introduzca la obra de Chandler.

La edición de El expediente Archer de Mondadori es todo lo contrario. El libro contiene los relatos breves que escribió Macdonald con Lew Archer como protagonista, o con personajes similares a los que luego se les cambió el nombre. Las traducciones son más decentes, el volumen amable y armonioso y no viene con un prólogo, sino con dos. Uno de ellos es En memoria de Archer, paciente trabajo de Tom Nolan en el que se reconstruyen la biografía y la personalidad de Archer a partir de las ficciones en las que interviene. El otro es de Rodrigo Fresán y resulta una obra maestra de un género en el que Fresán es maestro: la venta de un artista (escritor, músico, cineasta, tachar lo que no corresponda). Desde el principio, que es una letra de Warren Zevon (Zevon era amigo de Macdonald), hasta el final, en el que menciona el texto de Nolan y añora el mundo de Archer, Fresán nos obliga con su legendario entusiasmo a leer o releer a Ross Macdonald y a pensar que si no lo hacemos nuestras vidas quedarán incompletas. Especialmente, persuasiva es la sección dedicada a recopilar todo lo bueno que se ha dicho del autor, lo que conforma un dossier de prensa insuperable.

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En efecto. Hablaron bien de Macdonald, entre otros, sus colegas P.D. James, Ray Bradbury, Michael Connelly, Sue Grafton, James Ellroy (“mi gran maestro”), así como la Rolling Stone y Pravda. Pero la cita de John Connolly es particularmente picante: “Pero la verdad, a riesgo de sonar herético y blasfemo, yo pienso que Macdonald fue un novelista superior a Chandler”. No tenía ese recuerdo, pero la frase me hizo pensar que el mundo había vivido equivocado. Para ponerla a prueba leí no sólo los cuentos de Macdonald, sino las dos novelas suyas que encontré en el pueblo (El caso Galton, La mirada del adiós) y también El largo adiós. La experiencia fue provechosa y me permitió concluir no sólo que Connolly (de por sí, un escritor bastante mediocre) está completamente equivocado, sino que Chandler tenía razón cuando acusaba a Macdonald de plagiarlo: Archer no es sólo una versión desdibujada de Marlowe, sino que las descripciones de la ciudad y hasta las referencias al vuelo de los pájaros suenan copiadas. Pero lo que en Chandler es humor, libertad, ingenio, gracia, rebelión ante la autoridad, gusto por la buena vida y despreocupación por los detalles de la intriga se vuelve en los rompecabezas amargos de Macdonald un trabajoso mecanismo saturado de psicoterapia y familias disfuncionales, en los que no dejan de asomar acentos de un feroz y resentido puritanismo (“Y pensé en lo poco que hacía falta para convertir a una chica en una puta, si era vulnerable, o corromperla y transformarla en algo peor”). El largo adiós es una travesía deliciosa en cuyo centro no hay un caso policial, sino la materialidad palpable del alcohol, el tabaco, el lenguaje y la geografía de Los Angeles y digresiones sobre la escritura, la soledad y la melancolía. A la producción de Macdonald, en cambio, le cabe lo que Chandler dijo en El simple arte de matar sobre el relato de detectives de calidad media: “Y lo extraño es que este producto mediocre, fallido y claramente aburrido de una literatura de ficción mecánica y absolutamente irreal no es muy diferente en realidad de lo que se consideran obras maestras de ese arte”. El envase, le faltó agregar, puede disfrazarlo todo.