Argentina termina el primer año gobernado por Cambiemos con un balance cuyos claroscuros invitan a buscar definiciones no convencionales a la hora de describir el estado de la economía.
Podríamos decir que nuestro país es un paciente cuyo aspecto luce peor que a esta altura del año pasado, se lo ve cansado y levemente demacrado, pero los resultados del análisis clínico le dan bastante mejor que a finales de 2015.
Vemos que mejoraron los resultados del laboratorio, bajó el colesterol, mejoraron los triglicéridos, subieron las defensas. Por otra parte, cedió la tensión arterial y mejoraron algunas variables relativas al chequeo cardiológico.
Sobre finales de la administración kirchnerista el paciente lucía mejor en cuanto a su aspecto, pero esto era resultado de una combinación de anabólicos y rutinas que deterioraban la salud con el paso del tiempo. Un año más tarde algunas cosas han cambiado y otras no.
Nada garantiza que el año entrante Macri evite regresar a la estrategia del crecimiento fácil de la mano del estímulo rápido al consumo y cierto aspecto expansivo del gasto público.
Alternativamente el Gobierno podría intentar construir un puente entre el futuro y el presente que disminuya el costo político de generar las condiciones de crecimiento que suponen sus técnicos que son sólidas para el mediano plazo, recurriendo al financiamiento del déficit fiscal por el camino del endeudamiento externo. Pero eso no dura para siempre.
El sesgo fiscalista que aparenta el nuevo ministro de Hacienda aparece como una muestra interesante al menos en términos declarativos.
Vale decir que Dujovne puede empezar trabajando en la mejora de los aspectos funcionales del gasto, que sería como si en nuestra casa nos pusiéramos a ver cómo recortamos los egresos reduciendo el abono del cable de premium a normal o bajando un escalón en la cobertura de la prepaga médica.
Lo cierto que la magnitud del déficit, que tiene nuestro país y en términos del marco conceptual del Gobierno, no se resuelve con recortes funcionales sino estructurales, es decir si no te alcanza la plata, la decisión de fondo sería cambiar el taxi por el colectivo o postergar las vacaciones; el resto es importante, pero no define los grandes números. Con el Estado pasa algo similar, y aquí la contradicción con sus ideas declamadas es evidente.
El tono gradual de la gestión podría buscar una solución intermedia que supone avanzar en el recorte funcional, y congelar el gasto en términos reales, es decir que el mismo sólo crezca a la par de la inflación con el paso de los años. De esta manera si la economía crece, el déficit, así como el peso del sector público sobre el total producto bruto, se iría achicando.
Allí se plantea el principal dilema que es el relativo al crecimiento sostenido y sustentable más allá de los incentivos coyunturales. El Gobierno sabe y sostiene que esto se logra solamente de la mano del crecimiento del ahorro y la inversión.
Así las cosas, se presenta una oportunidad única, un hito que podría torcer el rumbo de los acontecimientos. El éxito del blanqueo es un hecho sin precedentes. Una muestra de confianza y una reacción de los contribuyentes al miedo.
La confianza es una variable humana difícil de medir. El mejor ejemplo lo presentó este año Juan Martín del Potro, cuando derrotó a Novak Djokovic en el primer partido de los Juegos Olímpicos de Río 2016, ese simple hecho cambió al jugador. La misma persona con los mismos talentos logró resultados sustancialmente superiores a partir de allí, todo de la mano de la confianza.
El blanqueo puede ser al país lo que fue para Delpo la victoria ante Nole, sólo tenemos que aprovechar la oportunidad para generar las condiciones que permitan que esto suceda ya que de otro modo nos vamos quedando mirando el partido por la tele en lugar de ser protagonistas.
A finales de 2017 podremos ver si convertimos la oportunidad en hechos o si el Gobierno queda a merced de la misma crítica que su predecesor, aquella que nos habla de lo que pudimos ser y no fuimos.
*Autor de Ladrones.