Bob Dylan contó que le molestaba entrar a un bar y ver que la gente que estaba en la barra cambiaba su forma de ser cuando lo identificaban. No podía disfrutar de ser un desconocido. Eso es una pesadilla. Hace muchos años yo trabajaba en un diario deportivo y me mandaron a cubrir una pelea. Me tocó estar cerca del escenario. Hasta entonces siempre había visto el boxeo tamizado, estetizado, por la televisión. Pero en esta oportunidad la violencia verdadera había entrado al lugar y se hacía difícil seguir siendo uno mismo, un simple espectador.
Los golpes, la respiración cortada de los contrincantes, la transpiración eran demasiado reales, producían un efecto abrumador. Si no sos fanático del box, la pasás mal. Recuerdo que me empezó a faltar el aire. Me vinieron a la mente dos tipos peléandose en la calle, en mi barrio, uno trabajaba en una heladería, el otro, el que parecía pegar con más saña, era un desconocido. Yo venía caminando de la casa de un amigo y de pronto me quedé paralizado viendo esa pelea espontánea, salvaje. La gente los miraba de lejos, no se acercaban, parecían respetar un duelo. Como nadie los separaba quedaron debajo de un colectivo y el chofer y un policía que apareció de golpe los separó. Ahí termina mi recuerdo.
El sábado vi Hasta el último hombre, la nueva película gore de Mel Gibson donde se narran las peripecias de un objector de conciencia que va a la guerra porque quiere servir a su país pero no quiere tocar un arma. El origen de su decisión se cuenta en un largo preámbulo narrativo donde se muestra cómo tiene que enfrentar con un revólver a su padre alcohólico que está golpeando a su madre. Como era de esperar, una vez en el ejército, al principio le hacen bullying pero el tipo termina doblegando a todos y salvando a gran parte de su regimiento como médico ayudante. Su regimiento la tiene difícil, tiene que escalar una montaña donde están los japoneses y desalojarlos. Los yanquis logran tomar el lugar. A nuestro héroe, el soldado Doss, lo condecoran y todos le piden disculpas a su debido tiempo. La película es pedagógica y mala, pero está inspirada en un hecho de la vida real. La vida real también puede ser mala. Sobre el final, aparecen los personajes históricos ya ancianos en un tramo documental de la película. Gibson no se ahorra nada –como cuando narró el calvario de Cristo e hizo que los actores hablaran en arameo– a la hora de mostrar la guerra: explosiones, cadáveres disecados, ratas golosas, gente sin piernas ni brazos, caras de terror y caras de odio y un estruendo constante producido por los bombardeos. El espectador sale convencido de que la guerra debe haber sido exactamente así, como la muestra Mel. Pero yo pienso que no. Que la esencia de un combate de la guerra no se puede captar. La guerra es infilmable.