No hay visiones únicas acerca de qué hacer con los lugares donde la muerte, bajo el hechizo de la violencia, alguna vez dejó su marca.
Aún hoy, en muchos países europeos se sigue debatiendo con intensidad acerca de la significación de espacios o sitios donde el dolor dejó su huella. Quien se acerque al memorial del Muro de Berlín podrá verificar esto que aquí se dice. Y quien visite algunas ciudades polacas donde las fábricas de la muerte funcionaron sin descanso deglutiéndose la vida de millones de personas, también.
En Guatemala y en Chile, y en tantos otros países latinoamericanos, los debates han sido y son incesantes. Por momentos también, y en el fragor mismo de esas discusiones, los lugares han sido ganados por el olvido y convertidos en ruinas.
Hay ruinas en sitios de dolor en la ex Unión Soviética, donde millones de personas prefieren torcer su rostro para no ser acosadas por el recuerdo de un pasado infame, y también hay ruinas en tantas ciudades de la ex Yugoslavia, y en El Salvador también. Habría que entender de una vez por todas no sólo que no todos los sitios donde habitó la muerte pueden ser convertidos en museos o memoriales sino también que, una vez salvados del olvido, volver a habitarlos implica aceptar hacernos cargo de una ética y un cuidado que no son los mismos que nos reclaman la gestión de otro tipo de espacios públicos.
En nuestro país, el gran movimiento memoralizador logró salvar de la destrucción tantos lugares significativos, y ese impulso de rescate estuvo acompañado por un proceso de reparación y justicia inédito en la historia contemporánea que ya forma parte de nuestro patrimonio moral. Desde el juicio a las juntas hasta los tribunales que hasta el día de hoy se celebran en la amplia geografía nacional, los argentinos no hemos cesado de reconocer que ese pasado debía ser nombrado, y que las víctimas debían encontrar su justa reparación. No es poco para un país con una historia institucional tan frágil.
Sin embargo, el tema de qué hacer con los sitios parece condensar una inquietud que no cesa, que de a ratos nos asalta y nos sorprende, como si se desconocieran los laboriosos trabajos y debates asentados en tantos libros y actas de congresos y seminarios, donde se ha discutido con vehemencia y profesionalismo el destino posible de esos lugares, encuentros que siempre han concluido enfatizando la imperiosa idea de su protección y recordando, de manera contemporánea, la amenaza en ciernes con que el peligro de la banalización los acecha.
Decir que los sitios donde alguna vez el Estado desplegó su criminalidad deben convertirse en lugares para la vida es una sentencia vaga, que no sólo dice muy poco, sino que empobrece cualquier reflexión más profunda y seria que se pueda establecer sobre algo tan complejo como es la tarea de transmitir un legado caracterizado por el trauma.
Los llamados sitios de memoria son marcas territoriales salvadas de la amenaza del olvido con el objetivo de que atraviesen el paso del tiempo, y perduren, como anuncio de que eso que se dice que ocurrió evidentemente sucedió. Y si en su proceso de recuperación, en el empeño por volverlos vitales, se ensombrece la marca infame del crimen, se corre el riesgo de volverlos invisibles o indiferenciados a la mirada pública.
¿Acaso no los hemos rescatado del naufragio para que den señales, en medio de los tiempos fugaces, de que hubo un tiempo en que el rostro de miles se ensombreció y en el que tantos hogares se entristecieron? ¿No los hemos salvado de su destrucción para que ellos digan, con su sola presencia allí, en el corazón del paisaje urbano, lo que a veces nuestra lengua no alcanza a nombrar? ¿De qué manera que no sea forzada dialogan con esos espacios la alegría y la diversión que podamos querer imprimirles?
Decir esto no debería en absoluto pretender negar que en el corazón de las situaciones extremas hubo momentos de alegría, pero lo que el testimonio dice es que no fue ése el sentimiento dominante, sino sólo un destello en medio de lo oscuro, porque el resto, todo el resto, fue, lo sabemos, sintaxis labrada en la pérdida y el despojo.
Y esto que aquí se dice no debería en absoluto leerse como una invitación a sacralizar la memoria. Porque si la memoria se vuelve sacra, la volvemos piedra muda, territorio hechizado y sin preguntas.
El horror que vivimos fue demasiado extenso e intolerable para miles de argentinos y por nuestra deuda con los muertos, con los humillados y los vencidos no deberíamos aceptar con mansedumbre que en nombre de ese dolor cualquier cosa fuera posible de ser dicha o hecha en homenaje a los ausentes. Tampoco resignarnos a pensar que sólo quienes lo hayan padecido en carne propia tengan derecho a decir qué hacer con ese pasado. Porque de ese pasado, como de todo el amplio pasado que heredamos, serán también hijos, y legítimos herederos, los que nacerán mañana.
Alguna vez le preguntaron a Roberto Zaldívar, un ex cautivo del campo de concentración de Ayacucho, en Chile, qué debía hacerse con el lugar donde había pasado prisionero siete largos años de su vida, y él respondió. “No lo sé, a veces pienso que me gustaría que en este lugar sólo se escuche el viento. Y pararme en la puerta de este campo para enseñarle a escuchar al que hasta aquí llegue cómo resuena ese soplido en las paredes vacías. Y que haya un cartel, un mínimo cartel, que diga que aquí muchos nos dolimos ayer injustamente. Acaso eso no alcance para que el recuerdo vuelva completo, pero sí para detener, siquiera por un instante, el barullo que todo lo confunde.”
*Director del Museo de la Memoria de Rosario.