Hoy se habla de Estado. Después de la ola privatizadora de la década del noventa, en estos momentos el fiel de la balanza inclina sus platillos hacia el otro lado. Después de la crisis financiera, los Estados Nacionales mediante intervenciones directas e indirectas, auxilian a sus corporaciones financieras e industriales. Es un proceso con final abierto.
Nuestra situación es diferente. El Estado argentino no es un Estado en general. Tiene su propia historia. Nos interesan los rasgos vigentes que provienen del funcionamiento de las últimas décadas.
La administración Kirchner se ha hecho de los fondos de las jubilaciones, que sumados a los superpoderes y a los montos de la recaudación de los que se apropia por ley de coparticipación, hace del Estado una potencia financiera.
Si a esta realidad se la refuerza con la prédica nacionalista y estatizante de fuerte resonancia en la actualidad, que expresa las consignas queridas por una gran parte del progresismo y del peronismo tradicional, la función económica del Estado se convierte en el núcleo problemático sobre el que gira una buena parte de la discusión política en la Argentina.
¿Hay algún motivo para pensar que los fondos recaudados del trabajo argentino están mejor resguardados en manos estatales? No, no lo hay. ¿Podemos asegurar que el uso de ese dinero fiscal alcanza un grado de optimización mayor que en manos privadas? No podemos garantizarlo. ¿Existe una razón valedera por la que la gestión de los recursos públicos nivele la desigualdad en la distribución de los ingresos y sostenga una política de equidad? La historia muestra que la acción del Estado contribuyó en épocas a mejoras en la justicia social, pero de un modo transitorio por ser consecuencia de contextos internacionales favorables que una vez finalizados, producen una crisis y retornos a situaciones anteriores y en ocasiones más regresivas que las del punto de partida.
¿Tenemos alguna esperanza para suponer que si el Estado no controló las concesiones que hizo a privados, ni monitoreó la acción de los servicios cedidos a particulares, será más riguroso controlándose a sí mismo? No vemos por qué se vigilará más a sí mismo perjudicando sus propios intereses que cuando se trata de ajenos.
¿Están protegidos los dineros públicos de los argentinos de la corrupción por el hecho de pasar de un capitalismo de mercado a un capitalismo de Estado? Clientelismo, nepotismo, prebendas, negociados, no constituyen buenos antecedentes para esperar una mejora al respecto.
¿Podrá una nueva voluntad política nacional y popular cambiar el rumbo de nuestra historia reciente, crear un Estado al servicio del pueblo, ser partícipe de la construcción de ciudadanía, y custodiar intereses estratégicos en vistas al cuidado de nuestra soberanía? ¿Con qué personal, con qué criterios de eficiencia, con qué nivel gerencial, con qué sueldos para personal jerárquico, con qué sistema de auditorías y control de gestión, y con qué autarquía que defienda a los entes de las intervenciones del los gobiernos? ¿Cuál es la carrera administrativa en la que se forma personal competente que esté sujeto a criterios de eficiencia y no de sostén, válvula y soporte de fuerzas políticas y sectores económicos?
Hay fechas claves para reflexionar sobre el funcionamiento económico del aparato estatal, y de las torsiones y distorsiones causadas por los acontecimientos políticos. En nuestro país la administración estatal jamás estuvo desligada de los gobiernos de turno y de sus necesidades de fortalecimiento y permanencia en el poder, y no hay razones para pensar que en el futuro esta realidad tan arraigada en nuestra historia pueda llegar a cambiar.
Los períodos históricos más cercanos a nuestra realidad y que pueden ofrecernos datos y sugerencias de lo que significa en nuestro país un proceso de nacionalización o estatización son los de 1973-75, 1976-83, 1984-89, y su contraparte, la década del noventa. Los gobiernos intervinientes en aquellos años son el peronista, los militares, y los radicales.
Es frecuente leer que el ataque contra el Estado de los argentinos ha tenido a sus principales responsables en los dictadores del Proceso, en los desreguladores del gobierno de Alfonsín, y por supuesto, en quienes llevaron a cabo la política de privatizaciones en los años noventa. A esta periodización le agregamos el gobierno peronista de José B. Gelbard a Celestino Rodrigo, en el que el déficit llegó a 14% del PBI.
La situación del Estado en relación con sus finanzas no puede desligarse de la deuda externa global. Pero tampoco puede hacerlo de las deudas de las empresas de servicios públicos. La historia de YPF parece mostrar el uso y abuso que se hizo de sus ingresos para trasladarlos a otros sectores estatales para paliar desajustes contables. La política de precios de la entidad estatal no respondía a sus costos de producción por la fijación de topes de entrega del producto a Shell, Esso, y otras. La empresa sólo recibía el 25% del total de sus ventas, siendo el resto absorbido por el Estado.
En 1973 se creó la Corporación de Empresas Nacionales, cuya supervisión en nada impidió que el personal de YPF se incrementara sustancialmente sin que la producción lo hiciera, por lo que la productividad entre 1973 y 1976 cayó a la mitad.
El gobierno militar de 1976 a 1983 aumentó la deuda de la empresa de 372 a 6.000 millones de dólares, y redujo su personal de 50.000 a 18.000 empleados.
Durante el gobierno de Alfonsín se crea el Directorio de Empresas Públicas con la presidencia de Enrique Olivera. En ese momento la mitad de déficit del Estado se debe a las pérdidas sufridas por las empresas públicas, y de este déficit el cincuenta por ciento correspondía a los ferrocarriles argentinos.
La política de subsidios puede ser necesaria de acuerdo a criterios diferenciados de rentabilidad. Se habla de rentabilidad social. El problema es que –de acuerdo con las minuciosas discusiones que se llevaban a cabo en la revista Desarrollo Económico durante los años setenta entre Alieto Guadagni, Juan Carlos de Pablo, Núñez Miñana y Alberto Porto, entre otros– un gerenciamiento sostenido por subsidios, préstamos blandos, y situaciones de monopolio, no favorecen una administración responsable, ni el objetivo de autonomía financiera y disciplina laboral.
La tradición política peronista y radical, el nacionalismo en general, han identificado la política del Estado con la soberanía del pueblo, haciendo un trigrama entre Estado-Pueblo- Nación. Cualquier otra visión de Estado la descalifican por tecnocrática, sólo regida por criterios de eficiencia derivada de una ideología economicista y mercantil.
Pero lo cierto es que la visión nacional y popular del funcionamiento del Estado lo pagaron con su trabajo y con sus vidas el pueblo, y la misma Nación.
*Filósofo (www.tomasabraham.com.ar).