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El talentoso señor Edwards

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Qué bueno que la poesía no se empecine en ser como ciertas personas que creen en el capitalismo ordenado, la casa ordenada, la lengua ordenada. Me resulta a veces muy difícil separar la vida de Rodolfo Edwards –uno de nuestros máximos poetas– de su poesía. Recuerdo estar subiendo en el ascensor de una casa donde vivía y estar leyendo una hojita fotocopiada con poemas de Edwards. Es decir que subía física y espiritualmente hasta el piso 12. El poema hablaba de un granadero que se sublevaba o algo así. Había otro donde el mismísimo presidente de la república le gritaba al poeta, desde la escalerilla de un helicóptero, con un megáfono para hacerse oír mejor, que se olvidara de esa mujer: “¡Con tantas minas, pibe, qué boludo que sos!”, remataba el presidente y el poema. Para mucha gente Edwards no escribe poesía. Es un chiste, dicen. No entienden que la poesía cambie de piel, amague para un lado y vaya para otro, ampliando así las provincias del espíritu.
Rodolfo Edwards es un poeta serio que hace reír y emocionar. Trabaja con un material popular, con el habla, con los chistes, con los sucesos chirles de la vida, y los resignifica, los vuelve canción. Está entroncado en una tradición notable: Nicanor Parra, el César Fernández Moreno de Argentino hasta la muerte, la poesía nonsense inglesa, y el Dolce Stil Nuovo, entre otras vertientes. Y siempre le pasan cosas. Una vez habíamos ido a una radio con varios amigos, el programa se llamaba La Hora del Bastardo y quedaba en una radio ínfima, por Mataderos. La conductora empezó a entrevistar a Edwards y Rodolfo comenzó a hablar, engolado, como si lo estuviera escuchando el país. “Llevo en mis oídos…”, decía. Yo estaba al lado del operador del programa. Le pregunté cuánta gente lo escuchaba, me dijo: tiene el alcance de dos cuadras y una son todas fábricas.
Una noche estamos en un baile nocturno en una casa de amigos, Rodolfo empezó a besarse con una brasileña. La chica le dijo: “¿Pero por qué nos estamos beishando?”
Viene Nicanor Parra al país. Edwards lo sigue a todos lados. Consigue colarse en el auto que tiene asignado el superpoeta chileno. Parra, que ya lo tenía junado, hombro con hombro, le dijo: “Qué paciencia me tienes, hijo mío”. En algún momento de los 90, Edwards cumple 30 años y hace un gran festejo en su casa del barrio de La Boca. Como es campeón latinoamericano de la guitarra de aire, la toca cantando el tema de Jethro Tull Demasiado viejo para el rock, demasiado joven para morir. Separado por una medianera baja, un vecino se ahorca y falla, se le corta la soga. Lo rescatamos y lo pasamos para el cumpleaños de Edwards. El ex suicida, al rato, entra en calor y mientras canta y toma, nos dice: “Menos mal que no me suicidé”. Esto pasó de verdad, pero podría ser un poema de Edwards. La editorial Peces de Ciudad tuvo la gran idea de publicar Panfletos de papel picado, un nuevo libro de poemas de Rodolfo Edwards. Y después de leerlo de un tirón se siente que la magia sigue intacta. Leo en el poema Rilke revisitado: “Hijo mío:/ para ser un buen poeta/ deberás rendir examen/ todos los días de tu vida/ izando el corazón/ cada mañana/ como una bandera de ánimo/ ardiente la paciencia/ disuadiendo al tiempo/ con gas pimienta/ y pirotecnia japonesa”. Y en este otro: “Hace un rato/ vi a un hombre/hablando solo por la calle/ ahora recién caigo:/ ¡La poesía es lo mismo!”.
Cuando lo conocí, Rodolfo tenía, como Dante, una musa poética que se llamaba Beatriz Raffo. Miren cómo fue la separación. Iban por la recova del Once, Rodolfo le insistía en que definiera si iba a estar con él o no. Beatriz Raffo, según Edwards, se dio vuelta y le dijo estas magníficas palabras: “No te digo ni que no ni que sí, pero tampoco te digo sefiní”. Siempre recuerdo esta imagen, estas palabras de su Beatriz, y me río. Gracias, Rodolfo, gracias por hacer que este decorado sea, a veces, un lugar genial.