COLUMNISTAS

El taller del artista

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Hay una zona del Bafici a la que los críticos no le prestan demasiada atención, que es la de los documentales. Me corrijo. En realidad, ocurre todo lo contrario: hoy en día, se considera que los documentales poseen la dignidad de la ficción. Por otra parte, la frontera entre ambas categorías se ha hecho difusa y ya no se les exige a las películas que compiten en el festival que sean ficciones, como lo establecía el reglamento original. La igualdad de derechos ha llegado a los géneros cinematográficos y la hacienda se mezcla y se confunde tanto en Buenos Aires como en Cannes.

Aunque no del todo. Porque sigue habiendo documentales que ningún programador haría competir con Godard o con Spielberg, porque no están en las fronteras de lo real sino en las del cine mismo, para pasarse incluso al lado de la televisión. Pero el documental televisivo también tiene su formato “artístico”, la pequeña pretensión de no ser menos que su tema. Sin embargo, queda un pequeño margen para las películas que están menos pensadas para ganar un premio a la realización que a, con perdón de la palabra, documentar algo –un lugar, una biografía, una profesión– y cuyo interés tiene que ver con el que despierta el objeto del retrato y no el retrato mismo. La pintura de las celebridades, tan común en otros siglos, cumplía de algún modo la misma función. No se trataba de que todos los cuadros fueran geniales, sino de que representaran adecuadamente al personaje. Tampoco eran tan fáciles de hacer: el pintor debía tener cierta visión y una técnica respetable y lo mismo ocurre hoy con estas películas, que no deben confundirse con los cachivaches a base de entrevistas en cámara y relatos en off.

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Las películas de las que hablo son, finalmente, un remanso para el festivalero apabullado por la escasez, no ya de talento (por el contrario, lo que hoy sobra es el talento, casi tanto como los descubridores de talento) sino de libertad, honestidad y frescura del cine contemporáneo. Por eso hay una corriente de espectadores que les presta atención a esas películas que no prometen desbordes de creatividad ni emociones extraordinarias, sino la visita a una ciudad o el encuentro con un artista.

Así llegamos a uno de los momentos más interesantes del Bafici 2011, El Bulli - Cooking in progress, dirigida por el alemán Gereon Wetzel, en la que se muestra –sin comentarios ni explicaciones– la actividad anual en el legendario restaurante de Ferran Adriá, tanto en su semestre de apertura al público, como en el de preparación a puertas cerradas de un nuevo menú. El resultado es fascinante, en buena medida porque es doblemente incomprensible. Por un lado, es muy difícil entender lo que ocurre en el laboratorio renacentista de Adriá, en qué consisten esos experimentos que parten de los elementos básicos de la comida y tras ensayos propios de la alquimia (aunque con la ayuda de la ciencia) deconstruyen la gastronomía y la vuelven a armar como para que cada uno de los 35 platos que se ofrecerán a los comensales tenga un toque de magia.

Pero la obra de Adriá –un obsesivo que se parece a Marcelo Bielsa– es incomprensible por otra razón: podemos ver la presentación de los platos, conocer sus ingredientes, pero no sabemos qué sabor tienen. La cocina molecular, a diferencia del cine, es un arte con aura, que produce piezas únicas para los que visitan el Templo, como las cúpulas de Miguel Angel. Pero dado que el arte moderno nos enseñó a desconfiar del gusto, no necesitamos probar la comida para darnos cuenta de que Adriá es un innovador genial cuya obra es efímera y se basa en el procedimiento, dos ideas características de la vanguardia. Este razonamiento nos consuela, además, a los que solemos ir al Bafici pero no al Bulli que, para colmo, se dice que ha cerrado definitivamente.