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El tiro de gracia

“El que mata debe morir”, pensó tal vez, y se suicidó en ese preciso instante.

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“El que mata debe morir”, pensó tal vez, y se suicidó en ese preciso instante. No era para menos: en un viaje enloquecido desde Samson hasta Geneva, dos pueblitos sencillitos del sur de Alabama, acababa de acribillar al paso a por lo menos nueve personas. Al parecer el último de sus muchos tiros se lo disparó a sí mismo. Sin saberlo en absoluto aportaba así una solución norteamericana al problema de los argentinos. El que mata debe morir, pero ¿quién mata al que debe morir? Una opción es que lo mate algún sicario, como se estila por ejemplo en la mafia, pero a ese sicario a su vez habrá de matarlo otro, y a ése luego otro, y a ése luego otro, y así siguiendo, y de esa manera la sensación de inseguridad en vez de disminuir aumenta. Otra opción es que lo mate el Estado, y de hecho hay una versión que dice que al asesino al tuntún de Alabama lo ultimó con puntería un certero disparo policial. Otras veces los gasean, otras los envenenan, otras los electrifican. Pero el que mata debe morir, es la consigna; y entonces si el Estado mata, el Estado debe morir. Y ésa es una ambición muy propia del anarquismo, y el anarquismo no es cosa que convenga a los millonarios de Barrio Parque. Entonces, ¿qué? Por qué no esto que hizo Michael McLendon, que empezó a matar en Samson y terminó de matar en Geneva. Apenas terminó de matar, se mató; y con eso cerró el círculo sobre sí mismo y aseguró el happy end de la triste historia. Matar y después matarse. O matarse directamente, ¿por qué no? ¡total qué importa! Sería una solución sencilla, económica y directa, que devolvería sin dudas la alegría a los divos de la televisión argentina, y con ello a la Argentina entera.