Lulu acaba de cumplir diez años y desde que la conozco quiere un tocadiscos; uno de los tres que tenemos en casa –siempre los miró con ganas– o cualquier otro, a contramano de la época y de su generación. Pensamos en regalarle uno. Pero como su familia cambia de casa a menudo, tampoco tienen amplificador ni parlantes; sucumbieron hace tiempo a la comodidad del iPod y sus periféricos, una solución práctica y elegante que mi hija considera inaceptable. Me insistió durante meses y terminé rastreando en eBay un dansette en buen estado (el equivalente de un Winco argentino de los 70). Lo compramos.
Un día antes del cumpleaños, los padres de Lulu vinieron a cenar a casa. Estaban contentos porque le habían conseguido a su hija el regalo que quería: un tocadiscos. Así que escribo hoy en la mesa del patio, con John Talabot sonando en mono en el dansette a válvulas que venderé, o irá a parar al baño, después de pasarme el día en Brighton buscando un regalo distinto para Lulu con mi hija y mi madre, que está de visita. Para terminar de anular la brecha entre generaciones, mi hija eligió regalarle a su amiga Magical Mystery Tour, de Los Beatles: podría haberle comprado la versión remasterizada, pero buscó –y encontró, increíblemente– una copia de 1967, intacta, con el libro original, que era lo que quería.
Para equilibrar este panorama idílico tengo TN en mute mostrando la poca gente que salió a la calle el jueves, y terminé recién el libro más deprimente que leí este año: Join the Club, un alegato tan bienintencionado como poco convincente sobre las virtudes de la presión social. O por lo menos eso es lo que su autora, Tina Rosenberg –que escribe bien, hace los deberes y ganó el Pulitzer por su trabajo sobre Europa después del comunismo– cree estar haciendo. Yo también le creí, y me entusiasmé al principio, porque desde que empezó el kirchnerismo quiero que alguien sistematice esa ecuación mágica que podría ser nuestra única salida. Si la presión social pudo con todos los aspectos sanos de la sociedad argentina, otro tipo de peer pressure podría ayudarnos a reconquistarlos.
Rosenberg promete eso y cumple a medias; un tercio del libro está dedicado a Otpor, el movimiento juvenil que erosionó la dictadura de Slobodan Miloševic en Serbia usando hechos artísticos que sólo eran políticos por su contexto, pero que habrían sido interesantes en cualquier otro. Rosenberg investigó la historia de Otpor en detalle, identifica las características que lo separan de experiencias similares y lo compara favorablemente con otras protestas de las que fue testigo, incluyendo los cacerolazos contra Pinochet en los 80. Por algún motivo, sin embargo, no parece percibir la diferencia entre Otpor y los otros casos que aporta para convencernos de que una “cura social” es posible. Uri Treisman enseñando matemática en Berkeley a negros y latinos, ONGs africanas, Alcohólicos Anónimos y hasta el cuestionable emprendimiento de Abdul Haqq Baker en la mezquita de Brixton son presentados como ejemplos de la misma cosa: buena gente convenciendo a otros de que sean buenos, un espejo simétrico y elemental de la presión social negativa a la que todos, más o menos, podemos ser permeables. Mi experiencia sugiere que las cosas no funcionan de ese modo.
Rosenberg, de corazón progresista, acierta en la intuición, pero pifia en la propuesta. En el fondo, cree en la vanguardia, pide activismo donde lo único que puede funcionar es la paciencia. Yo no creo en la vanguardia, creo en joderse, y en hacer las cosas lo mejor posible mientras tanto. No me hace gracia joderme, pero sé que todo lo demás es contraproducente. Y sé también que, viva o no uno para verlo, un día una nena de diez años dice “quiero un tocadiscos”. Hay una sola condición necesaria para que eso suceda, y la enunciaremos mañana, en la edición digital de PERFIL del lunes, cuando sepamos quién ganó estas elecciones que no tienen la más mínima importancia.
*Escritor y cineasta.