COLUMNISTAS

El triste destino de las cosas

Recuerdo haber visto años ha un programa de TV en el cual alguien entrevistaba a otro alguien y el otro alguien era un monje budista o hare krishna o algo así.

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Recuerdo haber visto años ha un programa de TV en el cual alguien entrevistaba a otro alguien y el otro alguien era un monje budista o hare krishna o algo así. El otro alguien sostenía que la posesión (no la posesión diabólica tipo Stephen King), el ser dueño de las cosas, era una forma de la esclavitud. Suena familiar, ¿verdad? Desde los monjes trapenses hasta los actuales libros de autoayuda orientaloide, pasando por el señor Henry Thoreau, se nos viene diciendo eso de abandonar toda posesión, darle un par de sopapos al yo y quedarse con lo indispensable, jarro para el agua, peine, frazadita, bueno... no insistamos en la enumeración porque vamos a terminar en el iPod y esas cosas privadas por las cuales nuestros adolescentes y no tanto se desmayan de horror en diversas posiciones y nos causan más problemas que la acumulación de cosas en nuestro entorno. Si una es muy joven o hasta simplemente joven, se sonríe con el costado de la boca y piensa en todo lo que se va a comprar el sábado en el shopping y lo contenta que se va a poner con todo eso y ¡qué esclavitud ni qué camarones fritos!, lo importante es tener cosas lindas y si son más lindas que las de las amigas, mejor que mejor. Si una tiene la edad que tenemos Etelvina y yo, por ejemplo, la cosa cambia. No nos convertimos en monjes trapenses, el Señor nos libre y nos guarde, pero reflexionamos (he aquí un nuevo tema de nota para el diario: “¿Reflexionan los jóvenes?”, ay) y nos acercamos lentamente, despacito, no muy seguras, desde la posesión indiscriminada hacia la frugalidad más sobria y modesta. No nos mueve la virtud; quizás un poco sí la compasión. ¿Qué va a ser de las cosas que amamos una vez que, para decirlo con un eufemismo, ya no estemos aquí? ¿Qué va a ser de las pequeñas cosas antiguas que compramos en lejanas ferias, en callecitas tortuosas de ciudades que visitamos sólo una vez? ¿Alguien se va a compadecer de ese paraguas ya un poco maltrecho que estuvo tres días en una tiendecita de Bellagio hasta que lo compramos y nos lo trajimos; alguien se lo va a llevar consigo? Todo el tacto y el oído y las miradas a veces de desconsuelo que les dedicamos a esas cositas de lata dorada, de loza desportillada, de madera deslustrada; todo ese lugar que les buscamos para que nos alegraran la vista y estuvieran alegres como las plantas a las que hablamos en voz muy baja cuando nos dan flores; todo ese orgullo que sentimos cuando eran nuevas y nos las entregaron en una bolsita de papel madera con un sello azul que dice en otro idioma que las adquirimos en Porta Portese o en Luxor o en Bytom; toda esa aura suave que las rodea porque fueron nuestras y las amamos, todo eso, ¿se desvanece en el aire? No me digan que no existió nunca porque yo sé que sí, que existió. No hace falta más que un poco, muy poquito, de atención para ver y sentir ese sí, que es el sí del “sentimiento religioso de la vida” del que hablaba don Albert Einstein, y que no se me tache de hereje. El sentimiento religioso de la vida no es un enorme escenario wagneriano; no es solamente eso. Es también el frasco de loza con un desvaído lirio pintado por una mano anónima que está junto al almanaque frente a mi escritorio; y la caja de madera que contuvo lápices y gomas y el compás y el sacapuntas cuando no había mochilas; y no digamos los dos libros de mi infancia, el de los palacios y el de las doncellas del desierto. ¿Quién va a penetrar, si es que alguien lo va a hacer, hasta la pequeña alma que palpita bajo el esmalte sobre el cual se edificaron las caricias y las miradas? ¿Quién?.