Hace poco más de un año me tocaba dejar la función pública, ARBA (Agencia de Recaudación de Buenos Aires), por haberme negado a participar en lo que entendía como una maniobra “a todo o nada” que profundizaba más aun las grietas que había dejado en la sociedad argentina la batalla por la resolución 125 de comienzos de 2008.
Jamás quise provocarle daño institucional o político al gobierno de la provincia de Buenos Aires, ni a Daniel Scioli, de quien me consideré uno de sus más comprometidos colaboradores. Creo que eso se notó durante mi gestión, se reflejó en logros concretos durante la misma y se tradujo en una actitud sin resentimientos ni oportunismo después de mi salida forzada, pese a que, dos meses más tarde, el 28 de junio pasado, la ciudadanía ratificaría su rechazo a aquella estrategia política electoralista.
Aclaro que lo mío no tuvo ni pizca de genialidad ni de premonición. Simplemente, como vecino común y como funcionario al frente de ARBA, que me llevó a recorrer la Provincia, percibí lo que surgía de la boca de líderes políticos, dirigentes empresarios, gremiales, profesionales independientes, vecinos “de a pie”. Sólo expresé en una carta pública lo que escuchaba en numerosas reuniones de trabajo, eventos, giras y charlas informales.
Así, midiendo y balanceando cada palabra, en aquella carta escribí que “en los últimos tiempos hemos perdido la capacidad de escuchar a la sociedad, a los líderes opositores, a los distintos sectores sociales y productivos del país”. Es que sentí una enorme sed de consenso en la sociedad argentina.
Y no era el único que lo hacía; desde otros espacios políticos diferentes del mío, aparecían dirigentes valiosos con planteos similares, tales los casos de Ricardo Alfonsín desde la UCR, Adrián Pérez desde la Coalición Cívica, Hermes Binner desde el Socialismo, Federico Pinedo desde PRO, por mencionar algunos.
Pasé este largo año ocupado, preparándome para el siguiente desafío, y lamentando la falta de avances respecto a lo planteado. Por esto, nunca me imaginé que tendría la enorme alegría de ver al pueblo argentino manifestando, con motivo del Bicentenario de la Patria, la mayor demanda de consenso y de unidad nacional jamás vista en la historia de nuestro país.
Claramente, el fervor patriótico y la nacionalidad están jugando un papel similar al que jugó la religión cristiana en los países del este europeo en tiempos de la caída de la Unión Soviética. Es decir, un vehículo de expresión de demandas de cambio por parte de una sociedad que busca un futuro, aunque sobre la base de sentimientos comunes compartidos por la mayoría. Allá, esa fuerza espiritual que ayudó a independizar naciones, a restaurar libertades civiles… ¿no podría catalizar algunos consensos políticos fundamentales aquí, en Argentina?
El acierto indiscutible del Gobierno nacional en el planteo general del evento no debe confundirnos. La movilización popular del Bicentenario tiene que ser interpretada como una abrumadora señal del pueblo contra la intolerancia política, que tiene peligrosas raíces en nuestro pasado.
La gente percibió una tregua, una ventana en esa destructiva intolerancia y en la división y enfrentamiento sociales, y se lanzó a participar y disfrutar del clima patrio y los extraordinarios espectáculos magníficamente dispuestos a tal efecto.
Ahora, los festejos patrios pasaron y es tiempo de mirar hacia el futuro.
Con renovadas esperanzas, porque, a su manera, pacífica y festiva, el pueblo argentino hizo tronar el escarmiento sobre su máxima clase dirigente, sea del color que sea.
Me parece que la dirigencia política argentina que no comprenda el mensaje quedará definitivamente superada por su pueblo, al que debería liderar si pretende mantener tal condición.
En estos tiempos de Twitter, imagino a Perón emitiendo el siguiente mensaje: “La Plaza y la calle están en buenas manos”.
*Ex titular de ARBA, Agencia de Recaudación de Buenos Aires.