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El último eslabón

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La Argentina delira con el “whodunit” de Nisman, la política se paraliza reconociendo el poder mafioso que la domina y el periodismo de influencia al que le gustaría ver al país prendido fuego se hunde –para variar– en la autodestrucción. Ha muerto un fiscal de la Nación de muerte dudosa, y tanto el personaje como las circunstancias que rodearon la víspera de su muerte son el último eslabón incandescente de una cadena que se retuerce en la oscuridad más negra.

Uno de esos eslabones es la denuncia de casi 300 páginas de Nisman (a la que le sobran 200) contra lo más alto del Gobierno, algunos dirigentes sociales y religiosos que orbitan a su alrededor y supuestos agentes de inteligencia. Si ese texto, que modula en todos sus niveles una ansiedad inocultable de carro adelante del caballo y una estructura sembrada de repeticiones, fuese presentado como crónica al editor de un diario serio, éste lo rechazaría pidiéndole a quien lo escribió que se esfuerce en chequear un poco más el universo intrincado que describe y en controlarse a la hora de asociar  los hechos dispersos. Sobre todo, porque lo que habría de revelar lo que la denuncia llama “plan criminal de encubrimiento” es un hecho esperado con impaciencia pero que nunca llega a la realidad.

Para decirlo en términos literarios, el narrador de la denuncia de Nisman es un narrador totalmente enfrascado en dos especies verbales que luchan por imponer su estilo en el interior del texto. Una es la frondosa hemeroteca en la que descansa la presentación. Son decenas de notas, entrevistas y editoriales de los que emerge la única declaración testimonial de la denuncia, tomada al periodista Pepe Eliaschev, quien le asegura al fiscal haber leído la traducción al inglés de la comunicación entre altos funcionarios iraníes en la que se dice que el canciller Timerman, en una reunión en Alepo, dijo que Argentina estaba dispuesta a olvidar el ataque a la AMIA. El texto se aferra con tenacidad al relato de Eliaschev, pero a cambio no recibe ninguna copia de esa tradución. Queda, en cambio, la vaga idea de que hubo un hombre que vio al hombre que vio al oso.

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La segunda especie es la del mundo del espionaje, del que bajan como en una lluvia de voces cinco mil horas de escuchas irrelevantes que la denuncia selecciona y glosa hasta el éxtasis, igual que como lo hace con los artículos periodísticos que cita. El modo de asociar en el interior del texto los materiales recolectados por estas dos vías tiene su instante de verdad ordinaria (del que la prensa dio cuenta en su momento sin que se necesitara investigarlo) cuando Nisman describe que Argentina está interesada en retomar las relaciones con Irán; y su pico de paranoia, cuando asegura que ese interés tendrá el costo de la impunidad de los acusados. Pero si el corazón de la denuncia es la caída de las notificaciones rojas de Interpol, ese corazón nunca late.

Hay una tercera especie que paradójicamente no influye en el conjunto, la del discurso judicial, muy relegada detrás de las anteriores (leer diarios, pinchar teléfonos: las grandes pasiones de la SI), como si el golpe jurídico que intentó Nisman cediera todo su terreno al golpe político. En la denuncia, la poética y las maniobras de montaje clásicos de la inteligencia se comen la tradición, la lógica y la voluntad empírica del discurso jurídico, del mismo modo en el que un tiburón podría comerse a un surfer. Lo que aflora en cada párrafo es una escena de conversión, en la que la Justicia deposita su fe en las herramientas de la inteligencia.

La “investigación”, que le da a la denuncia de Nisman una hinchazón sin volumen, honra más a John le Carré que a la Justicia. La presentación ansiosa de Nisman casi tirándose del avión que lo trajo de España es, por el momento, insondable. Y su muerte es la más grave en su género desde la de Bordabehere, en 1935, aunque mil veces más misteriosa. Los tres momentos de esta secuencia apuntan a destruir la política.

*Escritor.