El Bafici, el festival de cine más importante de América latina, terminó el domingo pasado. Dejó, como siempre, recuerdos ambiguos, alegría en los cineastas ganadores, desazón en los que fueron ignorados, polémicas entre espectadores, críticos y profesionales, un gran cansancio y sentimientos mezclados de goce y frustración. Esa heterogeneidad, el inevitable y placentero agobio, la dificultad para establecer un balance, son indicaciones de que el festival está vivo y tiende a ser tan caótico como el mundo.
Pero a pesar de su rabiosa actualidad, en un aspecto el Bafici fue siempre un festival conservador. Está hecho desde el supuesto de que la práctica cinematográfica –aun con los cambios en la tecnología o en las costumbres– sigue siendo idéntica a sí misma y sólo se trata de introducir ajustes menores que permitan seguir la suave evolución del medio. En ese sentido, la tradición es tan firme que hasta alguna vez se han anunciado como novedad las proyecciones de películas mudas con acompañamiento musical en vivo. Aunque muchos apuesten a la televisión, el DVD e Internet como el futuro para la circulación de las imágenes, aunque ya se pueda ver un film en el teléfono celular, el interés del público parece demostrar que, a grandes rasgos, el cine sigue siendo cuestión de rodar, editar y proyectar en una sala oscura.
El Festival de Rotterdam, en cambio, siempre atendió a las experiencias alternativas. Nunca descuidó el videoarte (tal vez la más plomífera de las manifestaciones estéticas desde la pintura rupestre) ni la relación entre el cine y los museos de artes plásticas. En la edición 2009, por ejemplo, se les encargó a varios cineastas la realización de películas para ser proyectadas a escala gigante en las paredes de los edificios representativos de la ciudad. Uno de esos filmes estuvo a cargo de Carlos Reygadas, quien filmó un partido de fútbol entre mujeres disputado en una montaña. Un colega del director mexicano comentó a su paso por Buenos Aires que no creía que ningún holandés se haya molestado en ver el espectáculo al aire libre con el frío que hace en enero en la ciudad. Pero suponía también que como los proyectos entraban en la categoría “instalaciones”, sus responsables se habían embolsado una suma varias veces superior a la que percibirían por películas convencionales. En la misma línea, hace un par de meses, tuve oportunidad de asistir a otra instalación futbolística. En el prestigioso LACMA de Los Angeles, el también prestigioso cineasta alemán Harun Farocki mostraba en varios televisores distintos aspectos de la final entre Italia y Francia del mundial 2006. Esta vez, el interés era también escaso, pero la temperatura era agradable.
Sin embargo, frente al ruido de estas grandilocuencias millonarias, conviene volver al Bafici y reparar en una película modesta pero que apunta de otro modo a las posibilidades derivadas de los nuevos medios. Iraqi short films, del argentino Mauro Andrizzi, toma de Internet fragmentos filmados en Irak tanto por las tropas extranjeras como por las guerrillas islámicas y arma con ellos una secuencia en la que escenas de combate, de tortura o de muerte se alternan con una comedia musical representada por soldados británicos o con un cantante pop que entona una dulce y pegadiza canción que celebra las victorias de Bin Laden sobre los perros americanos. Sin abdicar del formato tradicional y casi sin costo alguno (pero sin filmar una sola imagen), Andrizzi produce un objeto de enorme elegancia que se interna en la anarquía cibernética para volver con una exposición iluminadora de un tema que el exceso de información y la propaganda política han oscurecido hasta volverlo inaccesible para el espectador. Es una suerte que el cine y sus dispositivos más o menos tradicionales sigan permitiendo disfrutar de estos lujos que disminuyen la entropía del mundo y reflejan, de paso, el potencial secreto del Bafici.