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El valor de la palabra

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Es famosa la frase de Groucho Marx que dice algo así como: “Estas son mis convicciones, y si no les gustan tengo otras”. Esa muestra de refinado humor debe de tener, me imagino, un origen nada humorístico. Doy por hecho que fue proferida durante el macartismo, dicha ex profeso para que un eventual interrogador supiera de antemano que el eventual interrogado diría exactamente lo que el tribunal quisiera escuchar. Soltada –con mucha menos elegancia– por las víctimas en las mesas de torturas de aquí y de allá, desde la Inquisición hasta nuestros tiempos, plantea una situación de resolución imposible: si el torturado no dice lo que se espera seguirá siendo torturado, pero ¿cómo sabe el torturador lo que espera escuchar, y si ya sabe lo que espera, para qué continúa exponiendo a su triste humanidad y a la ajena a esa infamia? Durante los años del Proceso, un celebrador de aporías y expeledor de sofismas persuadía a la teleaudiencia del valor ejecutivo del tormento a la hora de salvar vidas. Esa lógica de la doctrina de la seguridad nacional, que animó las siete u ocho temporadas de la serie 24, partía del supuesto de que toda información anida en algún recóndito dolor a extraer de los cuerpos. Al punto de que su protagonista, Jack Bauer, terminaba arrancando a cuchillazos o dentelladas providenciales microchips que el enemigo escondía en alguna parte de su organismo. Pero cualquier inteligencia cierta sabe que la verdad extraída por la vía del tormento no es sino una adecuación al esquema del temor del arquero ante el tiro del penal. Un interrogado puede imaginar que su interrogador le pregunta A porque espera que le conteste B, pero sabe también que si le contesta C el interrogador dará por hecho que está ocultando la verdad que se esconde en A. Al mismo tiempo, sabe que si su interrogador posee una inteligencia promedio, dará por hecho que él puede especular con C, para ocultar B, y así sucesivamente.

En el humor de la frase de Groucho Marx habita el terror de ser asesinados a causa de lo que creemos. Quizá, para sobrevivir, debamos afantasmarnos.