“Indignado, mi padre quiso asistir a la ejecución. (…) A nadie le dijo lo que había visto esa mañana. Mi madre cuenta que entró como una exhalación, el rostro trastornado, se negó a hablar, se tendió un momento sobre la cama y, de pronto, se puso a vomitar”
Reflexiones sobre la guillotina, de Albert Camus (1913-1960).
Fiel a su curioso papel de metáfora perfecta, el mundo del fútbol refleja y continúa por otros medios –diría Von Clausewitz– los conflictos más agudos de esta sociedad. Lo que en otros ámbitos se dice a medias, con culpa o haciendo acrobacia con las palabras, en la cancha se grita a los cuatro vientos; los medios lo anuncian y, aceptémoslo, la mayoría hasta lo disfruta. Las reglas del juego son muy claras y los barrabravas, los que mandan, los que salen a la cancha y los que hacen cola para ocupar la silla vacía las conocen de memoria. Técnico que pierde se fusila al amanecer. Dura lex.
Visiblemente alterada, o víctima del shock emocional que le produjo la noticia del horrendo asesinato de su florista, hemos visto a Susana Giménez –brutalmente sincera primero; políticamente correcta después– desbocarse frente al drama de la violencia indiscriminada. Gracias a su boutade (“los que matan tienen que morir”), fundamentalistas varios, teóricos de la hora del té y colegas de idolatría popular intentaron, con suerte diversa, garronear cámara y subirse al carro del “ojo por ojo” y la mano dura, esa especialidad nativa tan apreciada por nuestros queridos taxistas.
Mientras los noticieros desempolvaban la vieja y desagradable polémica de la pena de muerte –tan promocionada en tiempos de Menem y ya ejercida clandestina, indiscriminada y brutalmente por los generales del Proceso, ojo–, los cronistas deportivos convocaban sin pudores al show de una muerte anunciada. ¡El clásico entre Independiente y Boca llega con más morbo para nuestras apasionadas multitudes! Santoro, el viejo ídolo, jugará su pellejo ante todos. Será a matar o morir, para que el partido resulte más atractivo. Si no es con aquellos villanos, que sea con los técnicos, entonces. Si no ganan, ¡kaput!, y todos felices. Así es. ¡Celebremos pues al generoso fútbol, que nos ayuda a descubrir el infinito valor de la metáfora! Atenti, maestro Borges, esté donde esté.
Hace quince días Pepé se salvó raspando. Ganó el clásico y por lo tanto fue Llop –el técnico respaldado por los candidatos a presidente de Racing hace poco más de dos meses– quien dejó su calva lustrosa en el cadalso reservado a los infieles. La semana pasada le llegó el turno a Gustavo Alfaro, que había firmado en Central después de negarse varias veces, de recibir sugerencias “de arriba” y soportar la súplica de una dirigencia atormentada por el promedio del descenso. El caso Independiente es más de lo mismo. Otra vez sopa.
Santoro jugará su glorioso cuello a manos de un equipo sin alma, mientras el mánager Islas sueña y el presidente Comparada –que lo había definido como “la solución que tenemos en casa” a la hora de echar a Borghi– ensaya discursos de ocasión y negocia con su reemplazante. Todos conocíamos el final de estas historias de suspenso que aburrirían tanto a Hitchcock. Llop, Alfaro y Santoro estaban condenados de antemano. Sus equipos –más allá de honestos esfuerzos por cambiar la historia– eran muy flojos. Horriiiiibles, diría la tribuna.
Por ingenuidad, exceso de voluntarismo o necesidad, se hicieron cargo de planteles pobres, diezmados, con baja autoestima y en clubes vaciados por una crisis profunda que ha desalentado hasta el auxilio de los rent-a-player, esa pequeña raza de intermediarios a la que por alguna razón insisten en llamar “empresarios” y que se dedican al rescate de bañistas a merced de voraces tiburones... sólo para proponerles otras mordidas más elegantes. ¡Horror!
La gente, tan acostumbrada al Imperio del Corcho –funcionarios que flotan en la tempestad y zafan, nada que ver con Rodríguez, ex de la Giménez–, alivia sus tensiones con el sacrificio esporádico de alguno de esos simpáticos perejiles de luxe. Una pila de secretarios por cada capo. Fusibles caros, útiles para distraer a la gilada y perpetuar administraciones infalibles para el error. ¿Qué hacer entonces? ¿Cuánto daba esa patética cuenta del ojo por ojo? ¿Nadie lo recuerda, acaso? ¿Quién será el más delincuente de todos, acá? ¿Estamos tan seguros de lo que estamos seguros? ¿Condenamos al huevo... o a la gallina?
Cargar al pobre fútbol con culpas únicas y originales es menos insuficiente que injusto, sobre todo si repasamos por un instante la historia reciente del país. Hay de todo, pero nada nuevo. Tipos que “roban pero hacen” (es decir, salen campeones), comisiones que gobiernan “con los fierros” (siembran el terror y no dan elecciones en más de una década) y personajes que aprovechan “la coyuntura internacional” (juntan copas, y si no, consiguen algún trabajito en la FIFA). Fieras.
Minga de crisis, entonces. Lo que la tribuna exige son despidos. Basta de sanatas, pedidos de clemencia y bla bla. La cabeza del perdedor rodando para que aprendan, porque si no estos tipos mañana van y se nos sientan otra vez en el club nuestro; tan lleno de historia, tan grande es que sigue siendo la envidia del mundo entero, qué no.