Qué tienen en común la premura presidencial por legalizar el casamiento entre personas del mismo sexo con la decisión gubernamental de servirse de uno de sus altavoces mediáticos para revelar contenidos confidenciales de una audiencia en el Congreso?
¿Cómo se conecta la resolución de un juez porteño obligando al Gobierno de la Ciudad a ir al pie del oficial Canal 7, manejado por la Casa Rosada, para que sea el único usado en la transmisión de los partidos del Seleccionado argentino de fútbol por la pantalla instalada por una empresa privada en el Obelisco, y la explícita decisión de la Legislatura local bloqueando leyes que pretenden hacer frente a los robos cometidos en y desde motocicletas?
¿Por qué la causa de la identidad de los hijos adoptivos de Ernestina Herrera de Noble es para el Gobierno una preocupación tan obsesiva y excluyente, como para volcar a la escena pública una turbia saga de revelaciones genéticas de seres humanos que ningún delito cometieron, pero con cuya ventilación el poder oficial sólo procura dañar a un grupo mediático con el que antes negoció y, ahora, quiere pulverizar?
¿Cómo se explica que el oficialismo haya desplegado un blindaje todo terreno, atrincherándose en el Consejo de la Magistratura para proteger, hasta el bochorno, a cuestionados y cuestionables magistrados como el Dr. Norberto Oyarbide, que sólo perduran en su cargo porque son necesarios para el Ejecutivo?
Lo que transpira la siempre exaltada esfera pública argentina es un aire de urgencia y dramatismo permanentes del que resulta imposible despegarse. A años luz de una mínima aproximación al tratamiento sereno y sustancial de los temas, el país vive eternamente sometido a un electroshock permanente. Todo es urgente si un proyecto así definido es gatillado desde el poder. Esas urgencias son, además, innegociables en esta era condicionada por el reclamo feroz que emana del poder oficial.
Si uno se abstrae momentáneamente y pretende caracterizar el momento, puede afirmarse que la Argentina, que curiosamente está mucho menos atribulada por tragedias y desastres que infinidad de otros países en el mundo, respira con una sospechosa y sobre todo absurda taquicardia. Da la sensación de ser un organismo híper medicado y turbulento, un todo social y cultural que parece incapaz de jerarquizar cuestiones y ordenar preocupaciones.
No es un atributo exclusivo, ni una patología solo detectada en el oficialismo, que –efectivamente– así se maneja desde que hace más de siete años conduce a la Argentina. Lo notable es que esa respiración pesada es un modo nacional, se la padece y hasta se la goza, suprema exhibición del masoquismo nacional.
La vidriera cotidiana de los medios patentiza esta debilidad emocional tan evidente y reveladora de una poderosa inmadurez colectiva. Este estado de urgencia sistémica coloca a la Argentina en la condición de sociedad espasmódica. El oyente sintoniza por radios y TV durante todo el día, intricados cruces sobre la oportunidad, necesidad, características, pros y contras de que personas del mismo sexo consagren su unión de pareja ante un registro conyugal estatal. No subestimo ni ridiculizo la cuestión, sólo pretendo encuadrarla y, así, darle valencias razonables. Pero, verdaderamente, ¿es un asunto tan primordial y de alcances tan masivos?
Todos los martes a la medianoche, cuando salgo del estudio desde donde se emite el programa Le doy mi palabra por Canal 26, cruzo las vías del ferrocarril San Martín a la altura de Villa Crespo. Es una imagen que debería ser registrada, aprendida y reiterada por quienes se hacen buches de buenismo ético con la inclusión social. Lo que se ve, imita un daguerrotipo de fines del siglo XIX en la Europa de la más salvaje explotación capitalista. Ahí, sobre la avenida Corrientes, varias decenas de oscuros e imponentes carromatos empujados por los recolectores de residuos, aguardan, prolijamente encolumnados, la llegada de los camiones que se llevan su mercancía. Todo es sombrío y conmovedor en ese escenario de exclusión social atroz, incluyendo los chicos que acompañan a sus padres en la alta noche invernal.
Esa postal, poderosa denuncia objetiva de la tragedia social patentizada por la irreductible pobreza que se sufre en la Argentina, es puntillosamente ignorada por la agenda impulsada por el Gobierno, pero de la que, de una u otra manera, son cómplices, la mayor parte de los medios, con su pereza, mediocridad y chatura proverbiales. Pero no, de eso no se habla.
En el electroshock cotidiano de la Argentina jadeante, hablamos de “casamiento gay” como si se tratara de urgencia vital. El Gobierno, claro, impone el ritmo con sus proclamas épicas, efusivas y sistemáticamente evaporadas a renglón seguido. Solo parece importarle la dilucidación del origen de Marcela y Felipe Noble Herrera: sólo eso, nada más que eso y nada que no sea eso.
Misteriosa sociedad dotada de tan corta capacidad de concentración en sus juegos cotidianos que revela un desarrollo emocional detenido, la Argentina se ensaña, emociona, empecina y confunde con cuestiones parciales, específicas, atrabiliarias.
Los fenómenos tangibles de la problemática vida cotidiana son llamativamente obviados por bataholas políticas que se proponen negar la colosal evidencia de lo que funciona mal. Así, la oposición en la ciudad de Buenos Aires halla ahora que imponer el orden y la ley en las calles es una nueva y perversa manera de criminalizar la pobreza y/o discriminar a trabajadores. En el caso de los motoqueros, el casco, el chaleco reflector e identificatorio, la obligación de exhibir patentes en buen estado y legales (¿por qué no chapa delantera?), son, en esta mirada, siniestras órdenes de batalla del reaccionarismo ultramontano y no deben ser exigidos.
Lo único que importa y apremia es la urgencia artificial. Lo que domina es la necesidad de obliterar al “enemigo”. La vida cotidiana aparece, así, rociada de una electricidad enfermiza y estéril. Todo pasa y (casi) nada queda.
*Visite el blog de Pepe Eliaschev en www.perfil.com