¿Era un filósofo aquel que sugería que toda dicha puede esperarse permaneciendo un hombre sólo en su habitación, ejercitándose en la metáfora de una transfiguración, la de convertirse en un junco pensante? Si ese hombre permanece en compañía de libros, su soledad se ve atenuada o exaltada por el murmullo de los seres vivos y muertos que los escribieron; si lo hace de la mano de radios y televisión, esas voces se transforman en griterío. Por una de esas paradojas que constituyen parte de las delicias de la vida, uno olvida el consejo y atraviesa la ciudad en procura de entretenimientos insustanciales o reuniones irrelevantes, justo cuando la prevención antigripal recomendaría seguirlo. Y hasta puede encantarse con diálogos como el siguiente, que sonaban en el asiento trasero:
—¿Viste el cura ese, el coso de La Plata, que dice que el Gobierno dicta educación con contenidos marcianos?
—Marxistas. Dice que la educación la deben dar los padres y la Iglesia, con amor, no la escuela.
—¡Como el padre!
—No. Ese no.
—Igual, ¿cómo pueden hablar de sexo los que prometen no ejercerlo?
—Precisamente. Nadie sabe más que el abstinente.
—¿A eso no se lo llama perversión? ¿O era represión?
—Qué sé yo. ¿Viste la sorpresa de la Iglesia con Berlusconi?
—¿Qué pasó? ¿Se hizo cura?
—No. Algo peor. Se le cayó el maquillaje, en el sentido literal y figurado.
Por unos instantes –entre Medrano y Agüero– la imagen del premier septuagenario perdiendo súbitamente el pancake que lo convertía en un abonado a la sala de maquillaje de ATC ocupó un primer plano en mi pantalla mental. No por el derrumbe eventual de la crema base que lo convierte en una máscara de terracota ambulante, ni por la fascinación por ese efecto que vuelve al dueño de los medios más importantes el dueño de un país que fue de los más importantes, sino por el efecto que los propios medios generan sobre su poseedor, una idea semejante a la de aquellos que creen que los hombres hacen las máquinas para convertirse en parte operativa de sus líneas de funcionamiento. Berlusconi sería el ejemplo más prístino de ese usufructo. Una parte de la línea de montaje como las que exhibió Chaplin en su denuncia del fordismo en Tiempos Modernos.
Pero me distraje. No era eso. Sino la secuela pública del romance abonado del cable del premier con una escort de lujo. La íntima tragedia de un millonario que se vuelve poderoso y quiere diseñar un mundo tal como se los vendió primero a sus gerentes de programación, y que de golpe ve cómo se difunde en el mundo la evidencia de su debilidad. Un hombre que debe pagar para que algunas chicas de buen ver y mejor hacer rían de sus chistes (“conocen el último de Jaimito?”) y le digan que en los últimos meses nadie las amó tanto o mejor que él. Eso debe doler, y mucho. La cima de la montaña, el aire de los vientos más altos, donde flotamos como águilas, nos muestran de golpe como ancianos que necesitan la tibieza de un cuerpo joven y las promesas vanas de un ardor fingido para no sentir ya el frío irremediable de todo asilo. Al menos Berlusconi dijo una verdad: “No soy un santo”.
No hay una conclusión. Ni siquiera una opinión. El caso conmueve desde la moral pública pero desde luego toca un punto sensible que no llegamos a saber cuál es. Si el Papa no alzó aún un dedo admonitor es porque tiene la muñeca mocha por culpa del señalamiento propio de su ángel de la guarda. ¿Se trata de la fragilidad del poder? ¿La vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser? En medio de sus tumbas etruscas verdaderas o falsas, Il Cavaliere calavera, que se transformó en una inverosímil representación de las representaciones primitivas de un Mussolini que supo otrora fascinar con sus gesticulaciones a los italianos de la era pre-mediática, pasea su decadencia provisoria, la que proviene de la exhibición de sus pequeñas miserias de anciano operístico proyectadas en una pantalla planetaria que no se puede apagar oprimiendo un botón del control remoto.
*Periodista y escritor.