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Elogio del castañazo

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En la época en que el mundo occidental se debatía entre sucumbir ante la práctica de la esgrima o del boxeo, un hombre, Maurice Maeterlinck, escribió un ensayo insuperable donde tomaba partido por el boxeo, aludiendo a una serie de razones inobjetables. Para Maeterlinck, el puño, a diferencia del florete, es un arma de todos los días, el arma humana por excelencia, la única orgánicamente adaptada a la sensibilidad, a la resistencia, a la estructura de nuestro cuerpo. En opinión de Maeterlinck, basta que nos observemos un poco para darnos cuenta de que somos los animales menos protegidos, más desnudos, más frágiles, más quebradizos y más flojos de la creación. Comparémonos, por ejemplo, con los insectos, tan fantásticamente acorazados. Piensen en la hormiga o en el escarabajo, que pueden cargar diez o veinte mil veces el peso de su cuerpo sin que al parecer sufran por ello. Comparados con ellos, nosotros somos aún seres gelatinosos, muy próximos al protoplasma primitivo. Nuestro esqueleto, que es como el esbozo de nuestra forma definitiva, es el único que ofrece alguna resistencia. Ahora bien, contra esta máquina deficiente y blanda, que parece un ensayo equivocado de la naturaleza, hemos imaginado armas capaces de aniquilarnos aunque poseyéramos la fabulosa coraza, la prodigiosa fuerza y la increíble vitalidad de los insectos más indestructibles. En una humanidad que se conformara estrictamente al deseo evidente de la naturaleza, el puño, que es al hombre lo que el cuerno al toro y al león la garra y el diente, bastaría para todas nuestras necesidades de protección, justicia y venganza.
Lo ocurrido el miércoles con la presidenta de la Comisión de Asuntos Constitucionales de la Cámara de Diputados, Graciela Camaño, debe entenderse entonces como una lección de humildad y nada más. En palabras de Maeterlinck, arrojaría sobre la decadencia de algunos de nuestros instintos más preciosos una luz bastante inquietante.

Basta que uno se sienta verdaderamente desarmado en presencia de alguien que nos ofende para que nos atormente el deseo de manifestar a los demás que nadie puede ofendernos impunemente. El agravio de Carlos Kunkel pudo alterar la sonrisa indulgente que hubiese debido estar dibujada en el rostro de la diputada Camaño en el momento preciso del castañazo. Es lo único que pareció ensombrecer su reacción y quitarle un poco de esa aura de justicia que suelen tener los golpes medidos y certeros. Realmente no conozco muchos modos de decirle a alguien “Hasta aquí llegaste”.
La mano a veces también es una fuente de justicia, o puede serlo. La señora Camaño puede pedir disculpas –de hecho lo ha hecho–, pero nada de eso hará que el suyo no haya quedado como el gesto más mágico en el momento más necesario.

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