Nuestra vida está hecha de cosas y situaciones que agarramos empezadas. Llegás apurado a un partido de fútbol y escuchás los rumores de las tribunas y te apurás para poder ver eso que ya está empezado. Te enamorás de una persona que tiene su vida sentimental empezada –y eso para algunos puede ser un tormento y para otros una fuente de placeres–. A veces dormís de más después de una larga juerga y cuando te despertás el día va por la mitad.
Hace dos tardes encontré en el cable un documental sobre Elvis Presley empezado. Cuando se encendió la tele, el rey del rock and roll cantaba junto a Frank Sinatra. Era un show televisivo del primero, y Elvis –decía la voz en off– estaba tratando de retomar su carrera después de servir en el ejército. Elvis, sabemos, como Donald Trump, celebraba el patriotismo.
El documental hablaba de los vaivenes de la carrera de Presley y mostraba la forma en que su cuerpo se iba ensanchando y la vestimenta pasaba de las camisas hawaianas –en esa etapa donde filmó miles de películas– a la ropa enteriza de torero psicodélico.
Presley no componía sus canciones. ¿Pero eso es suficiente para considerarlo solo un intérprete? No lo creo. El repertorio de Presley podría haber funcionado en miles de otros músicos pero nunca hubiera tenido la potencia que le imprimió Elvis. En ese sentido, para mí Presley era un compositor.
Mientras el documental estaba llegando a su fin, recordé una noche lejana de mi infancia en la que nos sentamos todos en mi casa –mi mamá mis hermanos, algunas tías y primos– a ver un recital de Elvis que transmitirían por la noche desde Las Vegas. Máxima excitación. Media hora superlativa y un corte de luz de la zona nos dejó sin el Rey, se lo tragaron las sombras.
En este caso, habíamos empezado algo que no pudimos terminar: lo mismo le pasó a Elvis cuando se vio obligado por las giras, las presiones y la soledad a abandonar el edificio.
