En 1995 estuve en Lima, que era entonces una ciudad mucho más convulsionada y peligrosa de lo que es ahora, como pude comprobar la semana pasada. En mi visita anterior no me enteré de la existencia del restaurante Astrid & Gastón, inaugurado un año antes. Veinte años más tarde, Gastón Acurio es uno de los mayores chefs-empresarios del mundo y la gastronomía peruana está entre las más famosas, en parte gracias a su trabajo. Astrid & Gastón hay en todas partes (hasta en la decaída Buenos Aires) y Acurio tiene varias cadenas de restaurantes globales. Los extranjeros hacen tours gastronómicos a Lima, y lo cierto es que es una ciudad donde se come muy bien en todos los niveles, aunque ahora los turistas se dan cuenta. La cocina peruana se benefició de varias fusiones, la de la comida indígena y criolla enriquecida por la inmigración simultánea de europeos y asiáticos por un lado y la de la alta cocina internacional con la base de productos locales por el otro. Pero la diferencia de clases y de tradiciones también existe y la inmensa mayoría de los peruanos nunca ha puesto los pies en un restaurante de alta gama, cuyo menú tiene poco que ver con lo que se come en la vida cotidiana.
Al menos eso es lo que ocurre en Central, del joven chef Virgilio Martínez, donde hay que reservar con meses de anticipación para poder cenar y a donde nuestro amigo, el diseñador Luis Goldfarb, una persona que admira todo lo sublime, nos dijo que no podíamos dejar de ir. Almorzar en Central tampoco es fácil, pero con mi mujer logramos una mesa al mediodía gracias a otro gran cocinero, el extrovertido Toshiro Konishi, en cuyo restaurante entramos una noche por casualidad. La experiencia en Central fue efectivamente única: no sólo porque es carísimo o porque los sabores y las texturas de la degustación de altura son irrepetibles, sino porque todo es allí tan prolijo, tan frío y está tan militarmente organizado que se parece a comer en una cárcel de alta seguridad donde el ejército de mozos y ayudantes de cocina son los guardias y las mesas contiguas están ocupadas por millonarios. En cambio, la experiencia en La Mar, la sofisticada y sencilla cebichería de Acurio, resulta más humana, aunque Tanta, su restaurante de comida casera, es más adocenado y prescindible.
Estas líneas parecen indicar que fuimos a Perú a comer, pero el verdadero objetivo del viaje fue asistir a la segunda edición de Transcinema, Festival Internacional de No-Ficción, dirigido por otro joven emprendedor peruano, el audaz e impredecible John Campos Gómez, quien programó su pequeña muestra con una consistencia que deberían imitar festivales más conocidos. Las películas seleccionadas en Transcinema sugieren que el cine puede ser libre, original, placentero y sin grasas innecesarias, a diferencia de ese material pastoso, homogéneo y recalentado que circula de un festival a otro como acompañamiento pretencioso de algunos nombres importantes. Entre las películas más dementes de Transcinema había una sobre un habitante de Harlem que convive con un tigre de Bengala y un cocodrilo de dos metros. Y otra sobre un alemán que se declara esclavo homosexual y asiste a un campamento para perfeccionarse, donde paga para ser castigado. Este buen hombre, no sé por qué, me hizo acordar a nuestra experiencia en el Central.