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En Alemania escapar de la cárcel no es delito

Tengo debilidad por muchas novelas, a veces me descubro contándole a alguien una trama y experimento algo parecido al gozo, gozo múltiple que consiste en revivir ciertas escenas, pero también en el hecho de estar funcionando como aspersor literario.

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Tengo debilidad por muchas novelas, a veces me descubro contándole a alguien una trama y experimento algo parecido al gozo, gozo múltiple que consiste en revivir ciertas escenas, pero también en el hecho de estar funcionando como aspersor literario. No es algo que hago muy seguido, y es por eso que puedo discernir con facilidad cuáles son esos libros. Entre ellos hay uno de Donald Westlake (en mi lista hay muchos de Donald Westlake) con un título tan pueril que lo hace casi imperfectible: Socorro, estoy prisionero. (Acabo de afirmar que era imperfectible y ya me desdigo: una de las traducciones italianas de esta novela lleva un título que supera con creces el original, pero que resulta incomprensible para quien no la haya leído: Díganlo con flores.) La novela de Westlake está protagonizada por un sujeto que, al tener orígenes alemanes y dependiendo de la traducción, se llama Harry Vomitt o Harry Künt, que en inglés viene infaltablemente confundido con Cunt (que si no saben lo que significa, no esperen explicaciones de mí, porque yo ciertas palabras no las digo). El hecho es que ninguna chica quiso casarse con él para no convertirse en la señora Cunt. Para exorcizar tanto malentendido y bromas pesadas sufridas desde la infancia, Harry se volvió un bromista profesional, uno de esos pesados que están todo el tiempo recurriendo a chascos de mal gusto, como dejar pegado el chicle en el pomo de la puerta, intercambiar el azúcar y la sal o atar los cordones de los zapatos entre sí. Harry acaba en una cárcel habitada por gente verdaderamente dura, y allí tratará de continuar con sus inocentes bromas sin transformarse en el criminal en el intentan convertirlo, involucrándolo en un robo a dos bancos que están frente a la penitenciaría y que comparten una pared lindera. “Un robo hecho por presos?”, se preguntarán mis queridos lectores. Y sí, es una larga historia.  

El recuerdo de esta novela desopilante viene a cuento de algo que ignoraba y que vine a saber hace unos días. Tres cosas en realidad. Al parecer ya el derecho romano reconocía a los prisioneros un derecho natural de escaparse, un ius fugiendi. Ese pretendido derecho de fuga era consecuencia del reconocimiento de la vida como un don divino indisponible y de la tendencia innata de todos los seres creados a conservar la existencia. A eso se suma que el penado en cuestión puede recibir ayuda del exterior, y si esa ayuda proviene de un pariente de sangre, este queda exculpado, libre de culpa y cargo. La tercera cosa que ignoraba es la siguiente: fugarse de la cárcel en Alemania no es delito. Se trata de una filosofía de vida diferente, una lectura opuesta de la realidad. Desde un punto de vista muy romano, los alemanes consideran que el ser humano tiende siempre, por naturaleza, a la libertad. Naturalmente, la policía tienen de todos modos el deber de volver a atraparlo y conducirlo otra vez a la cárcel, pero al fugitivo no le serán aplicadas penas ulteriores.

La misma filosofía de los alemanes se aplica en China, en Rusia, en Corea del Norte y en la Argentina. El hombre quiere ser libre, la ley contempla eso, y la ley no pena a quien escapa de la cárcel sin emplear violencia. Pero el artículo 280 del Código Penal establece una pena que va de un mes a un año de prisión para quien “hallándose legalmente detenido se evadiere por medio de violencia en las personas o fuerza en las cosas”.

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Y volvemos al comienzo: consigan y lean Socorro, estoy prisionero, porque la novela tiene que ver con todo esto.