La frase todavía resuena en el Congreso Nacional. El pasado 10 de diciembre, en su ceremonia de juramento y asunción, Cristina Fernández anunció que no sería gendarme de los empresarios ni árbitro de las internas sindicales.
La definición no era menor, en un país donde durante décadas el catálogo del buen empresario tenía un componente de aceitados vínculos con el poder. Al fin y al cabo, cualquier alteración en derechos aduaneros, circulares del BCRA, disposiciones de la AFIP, o de cualquier superintendencia regulatoria, podía aumentar y aniquilar cualquier esfuerzo empresario. Esto sin contar los resortes macros con los que cuenta cualquier gobierno, pero que en el caso argentino han sido determinantes para la salud financiera de las compañías. La gran mayoría de los empresarios exitosos necesitaron de un Estado gendarme, a menos que su producción haya estado sujeta a la despiadada competencia del mercado internacional en el que la protección de otros gobiernos mejor provistos de capital y know-how balanceaba en su contra.
El lugar del Estado. El método K de lucha contra la inflación y la apropiación de la renta empresaria en los sectores “ganadores” de la actual coyuntura internacional, también se fundó en la figura del Estado como gendarme: esta vez no para cuidar sino para cercenar la libertad de acción de quienes, legítimamente, veían en las nuevas coordenadas de la globalización una oportunidad única. Controles, precios de referencia, sugerencias y cuotas de exportación, expropiaron, de hecho, la plusvalía empresaria en los sectores más competitivos de la economía argentina.
El reciente conflicto lácteo es más que elocuente. A instancias de la Secretaría de Comercio, se puso un valor de referencia para la compra de leche inferior a las expectativas de los productores.
Como controlar a los cientos de miles de tamberos era más difícil, se echó mano al método preferido de Guillermo Moreno: convencer a las grandes usinas lácteas para que no paguen más de ese número y así intentar quebrar el desfasaje producido por la estampida de los precios internacionales.
El dilema remarcaciones en el supermercado vs. desabastecimiento, algo intolerable para el Gobierno, forzó una negociación enmarcada en un ingrediente ineludible para conversaciones en el poder K: el respeto al poder real. Hoy es la leche, ayer fue la carne, el trigo y el petróleo, y mañana será cualquier otra cosa que contenga algo que causa escozor en el universo pingüino: la ligazón con los mercados internacionales, tan voluminosos como incontrolables. Divorciarse de ellos fue la consigna de política económica en el corto plazo para beneficio fiscal y sectores urbanos. En el largo plazo, rezar para que todo siga igual.
No hay consenso entre los economistas respecto de que la actual crisis financiera originada por el segmento subprime arrecie contra el mercado internacional de commodities de la misma forma que lo hicieron otros sacudones, como los de 1997-98 en Asia y Rusia. La dinámica económica mundial supera con creces esos avatares. El tándem asiático –China e India, 2.500 millones de personas creciendo en sus ingresos a tasas casi argentinas– puede bajar su velocidad, pero no detenerse. El precio de los exportables primarios difícilmente baje a los niveles de la convertibilidad. Es por eso que una visión de largo plazo que priorice la eficiente asignación de recursos choca contra la voluntad política de la coyuntura. El vector de precios reales actuales debería oficiar de árbitro para canalizar inversiones y asignar recursos de todo tipo si no lo impidiera el Estado gendarme, que jura no meterse para defender el lucro empresarial pero no duda en hacerlo para generar caja y tener el oxígeno necesario para ejecutar sus políticas. Sin superávit fiscal abundante, no hay sostén del tipo de cambio indoloro; sin él no hay retenciones que no se participan a las provincias, que son las que más gastan y las que más tienen que mendigar.
El ministro real. Es claro que para el matrimonio presidencial la economía es muy importante. Tanto que, emulando al colega y político francés Georges Clemenceau (“La guerra es demasiado importante para dejarla en manos de los militares”), prefiere tomar bajo su mando la política económica en sus aspectos salientes. Un ministro de Economía que no tiene libertad para nombrar a la mitad de sus secretarios, que es “puenteado” sistemáticamente por subordinados que reportan directamente a otras esferas, empieza a desdibujarse. O a convertirse en un dibujo. A lo sumo, maximizará su tarea y podrá ampliar los márgenes de maniobra en los que aceptó moverse. Pero la última palabra (y a veces la primera) la tendrá siempre la Presidenta y quienes la asesoran de cerca.
Intentar controlar la influencia del mercado internacional en una era de sofisticación financiera es tan inútil, en el tiempo, como el muro en la frontera mexicano-estadounidense o los cercos de Ceuta y Melilla. Aceptar la autonomía de los factores económicos implica una dosis de realismo que podría fructificar antes de lo que se piensa. Y hacer que Martín Lousteau pueda trabajar de ministro de Economía.