El 3 de diciembre se conocieron los resultados de PISA 2018. Durante unos días la educación fue tema de agenda. Hubo buscadores de culpables, vendedores de ilusiones educativas para la cartera de la dama y el bolsillo del caballero, algún ataque al instrumento por foráneo, y en el medio, poco análisis lúcido y genuinamente interesado. Luego, la educación sale de agenda. Esta vez más rápido. Este ciclo, visto varias veces, no conduce a nada. Estudiantes y docentes –en particular de escuelas estatales– son puestos dañinamente en la picota. Sin embargo, PISA les habla a los gobiernos educativos.
El uso del plural no es error: en nuestro país federal, la suerte de escuelas, institutos de formación superior docente y técnica, docentes y estudiantes es responsabilidad primaria de cada una de las 24 provincias. Pero también involucra al ministerio nacional: la Ley de Educación le ordena fijar una política educativa nacional y controlar su cumplimiento para consolidar la unidad nacional. Y las universidades también forman docentes. Este combo de 24+1 implica una responsabilidad concertada y concurrente sobre la planificación, organización, supervisión y financiación del sistema educativo nacional con asiento en el Consejo Federal de Educación.
¿Cómo suelen responder los gobiernos? Algunos se suman a buscar culpables como si no fueran parte del problema. Otros anuncian rápido nuevos planes. Y otros esperan que baje la espuma para seguir igual. Algunos pocos van por otra vía, más pertinente: parar la pelota, analizar lo hecho. Para eso deben contar con información consistente, actualizada, pertinente, disponible, de la que PISA forma parte en conjunto con otras fuentes nacionales y provinciales educativas y de estadísticas generales. También con equipos ministeriales formados y estables que puedan decodificar la información, leer los territorios para poder intervenir desde una perspectiva técnico-política. Y, por último, pero no menos importante, con financiamiento acorde.
Cualquier paso que se dé exige primero analizar las políticas implementadas para sopesar cambios a realizar o aspectos a profundizar para mejorar el proceso de enseñanza-aprendizaje. Sacrificar en el altar de PISA lo que se viene haciendo federalmente en pos de la enseñanza y el aprendizaje de la lengua, foco en 2018, sería un grave error. Porque quizás el problema no haya sido la propuesta sino cómo se implementó: inconvenientes en escala, priorización de escuelas, dispositivos elegidos, cálculo de recursos necesarios, recortes, adecuaciones que pueden haber ido en contra de focos priorizados. O hay un gran cuello de botella en el pasaje entre niveles. O quizás es la secundaria en su integralidad la que no está funcionando. O un poco de todo. Lamentablemente, la evaluación de políticas públicas tiene muy bajo desarrollo en nuestro país.
Un segundo aspecto central es entender que se agotó el tiempo de emparchar. No se pueden pensar políticas que solo consideren los aprendizajes o se enfoquen exclusivamente en la enseñanza: ambos van de la mano, son yin y yang. Y es crucial atender las condiciones institucionales que facilitan u obstaculizan un proceso educativo fructífero para todos los niños, niñas, adolescentes y jóvenes; todos y todas: infraestructura, equipamiento y recursos didácticos; configuración del puesto de trabajo del docente, su carrera y su salario; régimen académico y organización escolar; sinergias necesarias con otros actores para atender las situaciones de vulnerabilidad; marco curricular; conexión de la formación docente inicial con la realidad; extensión de la formación continua; alcance real del apoyo pedagógico a escuelas por parte de institutos de formación docente; qué escuelas deben ser foco prioritario de la acción estatal, régimen de asignación de subsidios estatales a escuelas privadas, entre otras cuestiones.
Solo desde ahí será lícito responder a la pregunta de qué hacer.
*Especialista en políticas educativas.