Es obvio que al exponerse a una entrevista sin revisión posterior por el propio entrevistado, se corren riesgos. Luego, no podría pedir un boxeador que los jurados revisen el incorrecto uppercut que recibió unos segundos antes. Ni en un torneo de ajedrez, dar vuelta atrás una decisión de Peón 4 Rey alegando que estaba distraído o me olvidé justo ahora de un tramo del manual de instrucciones, que recomendaba mejores aperturas. ¿Quiénes somos al final? Desde el punto de vista del periodismo, somos nuestra primera versión descuidada y espontánea, brotada de lo que a veces suele llamarse “lo primero que me vino a la cabeza”. Pero en las maquinarias discursivas, como en las jurídicas, hay toda clase de apelaciones, instancias, juicios contrafácticos, cautelares, inhibitorias, etc., pues ese es el modelo controlado de uso de la palabra. Exactamente al contrario del periodismo.
¿Pero es así? En el periodismo, la dicción se halla inspeccionada por un tipo de enunciado que presume no tener distancias respecto de su verdad, pero fracasa todo intento de apelar a la diosa Diké, la divinidad de la justicia espada en mano, para dirimir la verdad en el fraseo periodístico. Aunque hoy esa espada también ha llevado muy lejos a los usos instrumentales de la palabra jurídica, al punto tal que como “institución oratoria”, según lo que ya anunciaba Quintiliano (y de esto hace siglos), la justicia tiene un hueco en que habita ella sola, creando su propia verdad. Hace muchas veces el papel del periodismo, y el periodismo el de la justicia.
¿Y en la entrevista periodística? Es tan interesante el “vivo”, como se dice en la televisión, como el “falso vivo” –también, televisión dixit- donde lo ocurrido no sucede en el tiempo real de transmisión, pero su versión diferida respeta lo ocurrido antes, aunque con un “tiempo utópico” en el medio. Es para hacer montajes, recombinar escenas, agregar distintos complementos referenciales, lo que a veces, al igual que en el cine, da muy buenos resultados.
En una entrevista periodística como la que realizó Fontevecchia con Beatriz Sarlo y conmigo, podría parecer entonces que el empleo de palabra debiera tener más una armazón “jurídica”, es decir, sin rebordes, dichos superfluos, afirmaciones incompletas, frases con no consiguen superar el estado amorfo, y por el contrario, deberían acudir al ruedo las frases-estocada, las articulaciones más aguzadas y el arte inmediatista de la refutación; en suma, un riguroso “cantábile” del justo uso de la dicción ilustrada. El entrevistador llama “sacarle la grasa” al trabajo posterior, implícito en lo que sucederá luego de la entrevista, extraer de ella lo que le parece más apropiado. Aplica su justicia sobre el texto.
Se entiende bien la brusca palabra “grasa”; son los aspectos reiterativos, sobrantes, notoriamente mal ajustados respecto a lo que podría ser el núcleo básico de una discusión. Es lógico que ahí se presenten toda clase de problemas, que hacen al encanto y al desamparo de una profesión, porque en nombre de la libre expresión, siempre hay que modelarla, pulirla, seleccionarla, entresacarle lo residual, decidir dónde está la mentada adiposidad del texto y dónde incrustar el tijerazo. Es así que aceptando lo ineluctable de lo dicho, solo tengo para observar algunas deficiencias del trabajo posterior de edición, en lo que hace a lo que se llama habitualmente “desgrabación”, donde el descuido fue notorio, y hablo solo por mí. Acepto la fatalidad de lo impreso, en donde los descuidos expresivos no se perdonan ni nos perdonan, pero con el derecho improbable de señalar algunos fallos de la maquinaria traductoral: una modesta fe de erratas.
Donde dice (yo digo) “la Argentina tiene que aplicar los años de su terror”, el lector percibirá que se trata de explicar y no aplicar. Es horrible (para mí, para el diario, para los lectores) dejar ese rastro impreso con tamaño dislate, un fallo cruel para todos. Cuando Beatriz, con ironía filosa y al toque, dice que el peronismo es el “espíritu absoluto” –última figura de la Fenomenología de Hegel-, yo como pequeño párvulo a la defensiva ante ese estiletazo, digo que es en verdad como la “certeza sensible”, es decir, la primera figura de esa misma Fenomenología. Allí también, en ese saber sin mediaciones que parece complejo pero en verdad es abstracto, está oculto el espíritu absoluto. Pero el texto del diario nos hace leer: “certeza accesible”. ¡Qué mal pronuncio los conceptos, al punto de hacerlos tan poco “accesibles”!
En el tema de qué palabras “sería correcto” emplear, menciono que Carlos Ares se queja de la supuesta complejidad de la palabra “espesura”. Bueno, no me parece ninguna extravagancia emplearla, aunque es demasiado coqueta o pretenciosa. Solo que la desgrabación dice “presura”. Esa sí no existe. Es lindo inventar palabras gracias a un error técnico, así progresa la ciencia. Pero en esencia, además de otros numerosos errores, que el lector atento sabrá descifrar o emplazar en sus verdaderos cauces, siguen subsistiendo los comentarios procaces e insultantes detrás de los textos impresos en la versión electrónica, notas de lectores absorbidos tan solo por el vasto deseo de la injuria. Qué pena. Una forma aun menor que la certeza sensible. Por eso quería escribir estas líneas, lacrimógenamente tituladas “en defensa de Hegel”. Que se alteren algunas o muchos frases en una entrevista, poco importa, pero pobre Hegel, hacer su certeza, en vez de sensible, “accesible”. No va. Quizás sea una innovación incomprendida, pero por las dudas no me responsabilizo de esta osada y falaz reinterpretación de la historia de la filosofía.
*Director de la Biblioteca Nacional.