Ni siquiera una frase de Marx nos salva del demonio de la analogía, ese recurso argumentativo trivial y peligroso. En la perspectiva del Poder Ejecutivo Nacional (que no es la del magmático movimiento peronista), junio de 2008 repite en tono de farsa los trágicos acontecimientos de junio de 1955 (cuya conmemoración oficial es un acierto ético).
Según esa lógica, las retenciones a la renta agraria serían equivalentes del Estatuto del Peón, y el tren bala la repetición de la nacionalización de los ferrocarriles. Si nada de eso parece sostenerse, mucho menos lo es la fatigada analogía entre la figura de Evita y de Cristina, sobre todo en lo que se refiere al aliento trágico de los discursos de la primera, comparados con los cuales los de la segunda son sólo un esfuerzo bien logrado de prosodia y corrección política.
La verdadera Evita de nuestro tiempo es quien sostiene un discurso del bien y el mal como absolutos, quien invoca la muerte no como recuerdo sino como categoría de futuro: Luis D’Elía.
Se podrá estar de acuerdo o no con el líder piquetero, pero hay que reconocer que es el único capaz de sostener un discurso político (entendiendo lo político como la irrupción de lo inesperado). De ahí el escándalo que suscitan sus dichos, y la fuerza envolvente de su intensidad. Sólo él fue capaz de sostener la hipótesis de la “guerra total” y, al mismo tiempo, realizar un llamamiento a la resistencia armada. Sólo él fue capaz de denunciar al duhaldismo como el responsable de la crisis de legitimidad política que tuvo en vilo al Poder Ejecutivo durante cien días.
D’Elía es la Evita de estos días, y su palabra funciona con la misma fuerza de aquella marea de discurso.