Martín Kohan a veces interviene en mis sueños, y a veces me cuelo en los suyos. Le envío, por este medio, esta “resonancia de columna” de la semana pasada. ¿De quién es mi cuerpo? No mío, naturalmente, porque eso supondría adherir a una teoría del yo y de la propiedad (haberla desarrollado, previamente) completamente liberal, capitalista. Mi cuerpo es de aquellos a quienes amo y de quienes supongo un amor recíproco, aun cuando me esté equivocando en esa suposición.
Un poco por eso, cuando uno muere (mi vida no está en juego, pero la escritura nos obliga a considerar incluso esa circunstancia), el cuerpo (o los restos de él, polvo) queda bajo la responsabilidad de los deudos: lleven mis cenizas a Córdoba (Andalucía), donde fui tan feliz, o a Córdoba (Argentina), donde empezó mi historia.
Mi cuerpo es el efecto de esa compasión universal y de esa beatitud singular y por eso nos duele el abandono de nuestro cuerpo por parte de aquellos que amamos (La Celestina: “¿Por qué te mostraste tan cruel? ¿Por qué me dejaste, cuando yo te había de dejar? ¿Por qué me dejaste penado? ¿Por qué me dejaste, triste y solo, in hac lachrimarum valle?”).
Abandonado por el amor de quienes creíamos que poseían nuestro cuerpo, esos nombres, la carne se deshace, el sentido me abandona, me abismo y el acontecimiento de una vida se desdibuja.
Abandonado por quienes (porque los amo) son los dueños de mi cuerpo, mi cuerpo se vuelve mero territorio de experimentación, laboratorio, campo de batalla, sombra, nada.