Curiosa vacilación debió admitir la Justicia. ¿Abuso sexual o exhibición obscena? Gustosa de las taxonomías sin resquicios, segura siempre de sus etiquetas y de sus clasificaciones, la Justicia quedó, empero, por esta vez, en duda. El caso pese a todo era claro, y hasta podría decirse que nació resuelto: un muchacho de alrededor de treinta años, durante un viaje en el subte A, afectado por las apreturas que son propias de tales travesías o bien por sus propios íntimos recalentamientos, dio en masturbarse en pleno vagón. Con tal enjundia y puntería lo hizo, que acabó por acabar (permítaseme la expresión) justo sobre una pasajera. Molido a golpes por los restantes viajeros, el depravado fue puntualmente entregado a las fuerzas del orden público (y privado) en un andén de la estación Pasco.
¿Abuso sexual o exhibición obscena? El distingo no es menor, y no sólo por las consecuencias punitivas, sino para poder caracterizar la afrenta con total justeza. Exhibición aparentemente no hubo, más bien hubo lo contrario: extrema discreción y sigilo. Contacto carnal no hubo tampoco, en el sentido de apoyaturas o frotamientos de fingida casualidad, y mucho menos sobamientos o menesundas. Lo que hubo fue rociado: sólo entonces, y sólo así, trascendió lo que estaba pasando.
La cosa es chancha y es deplorable. La queja que la víctima soltó (“¡Mirá cómo me dejaste el pantalón!”) peca sin dudas de insuficiente: reduce la gravedad sexual del episodio a un asunto de tintorería.
Alguna vez, Oliverio Girondo escribió que las chicas de Flores (a Flores va, de Flores viene, el subte A) salían a pasear a la plaza “para que los hombres les eyaculen palabras al oído”. Pero claro, lo de Girondo era una metáfora. Y todo pasaje directo de la metáfora a la literalidad supone una forma de violencia.