No hubo estallidos ni adelantamiento del calendario electoral. Tampoco hechos que irrumpieran en la tensa calma política. Argentina llega este domingo a las urnas sin demasiados sobresaltos, pese a una crisis que la hunde en sus miserias y la hace naufragar en sus “fantasmas”.
Los dos meses transitados desde las PASO fueron el corolario de una estrategia ignorada por las recetas de “manual”, pero impresa en la memoria colectiva. En contra de los pronósticos algorítmicos, el peronismo, ese movimiento del cual sus enemigos hablan mucho pero comprenden poco, se unió y polarizó un tablero electoral que prometía fisuras múltiples. También revistió de previsibilidad y estabilidad las etapas de un proceso electoral interminable.
Mientras América Latina reacciona como puede, compulsiva, desordenadamente, invisible en su conducción pero clara en sus intereses, la prensa internacional observa a Argentina entre la admiración y el asombro. Cristina, la líder más fustigada, acusada, demonizada en los últimos cuatro años, ha sido la artífice de un escenario que prefirió unir voluntades y saltear diferencias.
Este país de la región –más “intenso” que “denso” en sus manifestaciones, humores, decibeles o apasionamientos– supo combinar dureza y paciencia, convicciones y reflexiones, para dirimir a través del voto sus divergencias más profundas sobre un presente complejo que proyecta incertidumbres. ¿Cómo será el país a partir del lunes, el primer día de otros cuarenta que restan para el próximo gobierno?
Del otro lado de la cordillera, el mejor alumno de la clase hacía ordenadamente “los deberes” y era el faro en el cual refractarse. Chile aparecía, hasta hace una semana, como la confirmación de lo imposible. Los 17 años de Pinochet –una de las dictaduras más crueles y emblemáticas de la época– marcaron una transición democrática ortodoxa en recetas neoliberales y acotada en derechos. Confirmaba el paradigma de que la mano dura subordinaba sin grandes costos políticos, que crecimiento puede traducirse –por goteo– en desarrollo, que ser el séptimo país más desigual del mundo no es una debilidad sino su fortaleza.
Sebastián Piñera aconsejaba al presidente argentino ser más draconiano en el ajuste. Parte del éxito macroeconómico –se espera que su economía crezca este año entre un 3,5% y un 4%, mientras la argentina decrecerá al menos un 3,1% en cálculos del FMI– radica en las condiciones de desigualdad “naturalizadas” y pensadas como inamovibles: el 1% de la elite chilena concentra el 26% de la riqueza. La chispa que encendió una protesta que no cesa son los reiterados aumentos en el transporte y las tarifas, pero sobre todo el hartazgo de sectores medios y bajos, endeudados y vapuleados durante tres décadas, que ven un futuro esquivo si permanecen con su “ñata contra el vidrio”.
Hoy Piñera descubre que el “oasis” está rodeado de sedientos, de “alienígenas” con quienes, en palabras de su consorte, deberán renunciar y compartir algunos de sus tantos privilegios.
Las disculpas presidenciales suelen llegar demasiado tarde. El “te escuchamos y cambiamos” tampoco parecen calmar a una multitud de estudiantes, sectores medios, trabajadores, que desafían la brutal represión en las calles. La clase política está lejos de poder representarlos y orientarlos. El “nos quitaron tanto, hasta el miedo” es una vuelta de página para Chile y también para los “vecinos” que intentaban emularlo. Argentina debía ser alguna vez tan “normal” como el país que hoy se incendia.
Desde el FMI hasta los grandes actores económicos ya no consideran la obscena y creciente desigualdad que recorre el mundo como variable secundaria e interna, sino como uno de los mayores impedimentos para la estabilidad y el crecimiento de los países.
América Latina, la región más desigual del planeta, muestra su rebeldía ante un modelo que agotó paciencias y despertó conciencias. Hoy Argentina va a las urnas reflejándose en espejos y espejismos. En ellas depositará sus votos y sus sueños.
*Politóloga. Experta en medios, contenidos y comunicación.